viernes, 27 de abril de 2018

Luis y Gómez Carrillo de Albornoz: dos hombres del renacimiento


En la entrada anterior ya hice una pequeña referencia a uno de esos nuevos linajes que nacieron en la ciudad del Júcar a lo largo de todo el siglo XV, los Carrillo de Albornoz. Ahora quiero detenerme de manera más concreta en uno de los miembros de ese linaje, Pedro Carrillo de Albornoz y Toledo, y sobre todo en dos de sus hijos, Luis y Gómez Carrillo de Albornoz, que vivieron a caballo de los siglos XVI y XVI. Eran tiempos difíciles, en los que una manera de ver el mundo estaba desapareciendo, siendo sustituida paulatinamente por el nuevo régimen, que se corresponde con la Edad Moderna.

Pedro Carrillo de Albornoz era hijo de cierto Gómez Carrillo de Albornoz, conocido en la historiografía como “El Feo” para diferenciarlo de otros familiares del mismo nombre y apellido, y nieto de Álvaro Carrillo de Albornoz (quien por su parte había sido, al mismo tiempo, heredero de la casa de Albornoz, como nieto que era de Urraca Álvarez de Albornoz, hija a su vez de Alvar García de Albornoz, y hermana, por lo tanto, del cardenal Gil de Albornoz). Su madre era Teresa de Toledo, hija del primer conde de Alba de Tormes, Hernán Álvarez de Toledo. Alcalde de los hijosdalgo de Castilla, como lo fueron también otros miembros de su familia, este Gómez Carrillo de Albornoz, “el Feo” se había convertido ya en el heredero legal del linaje, a pesar de su origen segundón, al haber matado con sus propias manos a su hermano primogénito, Juan de Albornoz, en un oscuro suceso relacionado con los malos tratos que éste le había dado a la madre de ambos, “arrastrándola por los pelos”, tal y como figura en las crónicas. A su muerte, su hijo, Pedro, heredó los señoríos de Ocentejo, Beteta y Torralba. Casado con María de Mendoza, hija a su vez, de Íñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, el famoso autor de las coplas, y hermano de Diego Hurtado de Mendoza y de la Vega, primer duque del Infantado, y de Íñigo López de Mendoza y Figueroa, primer conde de Tenidilla.

Durante toda la segunda mitad del siglo XV, los Carrillo de Albornoz tenían el patronato sobre la capilla de los Caballeros de la catedral de Cuenca, que estaba ligada a la familia Albornoz al menos desde la primera mitad del siglo XIV, desde los tiempos del padre del cardenal. Construida en un primer momento en uno de los ábsides laterales, fue reedificada en los primeros años del siglo XVI, al haberse visto afectada por las obras de la girola, que había trazado Antonio Flórez a finales de la centuria anterior.
Interior de la capilla de Caballeros. En primer plano, los sepulcros de
Alvar Garcia de Albornoz y de García Álvarez de Albornoz

A la muerte de Pedro, heredó sus títulos su hijo primogénito, Luis Carrillo de Albornoz, que era quien ostentaba el patronato sobre la capilla en 1517. Éste, al igual que lo fue su padre y también los había sido su abuelo, fue alcalde de los hijosdalgo de Castilla. Procurador a cortes en representación de la ciudad, en el año 1520, cuando estalló en Castilla la revolución de los comuneros contra Carlos I, Luis Carrillo fue quien se erigió en el líder de los comuneros conquenses, aunque al poco tiempo se pasaría al bando del futuro emperador, de manera que Cuenca dejó de ser también una de las ciudades que permanecían levantadas contra el futuro emperador, algunos meses antes ya de la batalla de Villalar. Son difíciles de precisar los motivos de aquel cambio de bando del noble conquense, aunque más allá de leyendas absurdas, hay que ver en el hecho la triste realidad en la que el movimiento se encontraba ya en el mes de febrero de 1521, “herido de muerte por las divisiones internas de los moderados y los revolucionarios”, en palabras de uno de los principales estudiosos del movimiento, el hispanista Joseph Pérez.

Estaba casado con Inés de Barrientos, una mujer de fuerte temperamento que pertenecía a la familia de quien a mediados de la centuria anterior había sido miembro del Consejo de Castilla y obispo de Cuenca, Lope de Barrientos. Cuenta la leyenda que en tiempos de la guerra de las Comunidades, cansada de las injurias a las que su marido estaba siendo sometido por parte de sus antiguos compañeros comuneros, urdió una sangrienta venganza. Una noche les invitó a todos ellos a una cena en su casa, y a los postres, hartos los invitados de comer y beber, dejó pasar a unos sicarios, quienes los ejecutaron y degollaron. Cuenta la leyenda que a la mañana siguiente, las cabezas de todos ellos colgaban de las rejas de las ventanas de la casa. El palacio familiar estaba situado en el solar del actual Palacio de Justicia, frente a la curva del Escardillo, y de él solo queda en pie, como testigo mudo de su brillante arquitectura, las columnas que adornaban el patio.

A la muerte de Luis Carrillo de Albornoz, acaecida a mediados de la centuria sin haber logrado tener descendencia masculina, le sucedió en el título su hija primogénita, Mencía Carrillo de Albornoz y Barrientos, esposa de Gutierre de Cárdenas, señor de Colmenar, hijo del duque de Maqueda. Otra de sus hijas, Juana Carrillo de Albornoz, emparentó a su vez por matrimonio con Fernando Carrillo de Mendoza, conde de Priego. 

Otro de los hijos de Pedro Carrillo de Albornoz fue Gómez Carrillo de Albornoz. En realidad, se trataba de un hijo ilegítimo, pero ello no fue obstáculo para impedirle el disfrute de un gran ascendente sobre la sociedad conquense de la época, aunque su origen oscuro no le hubiera permitido otra cosa que dedicarse al servicio de la Iglesia. A pesar de ese origen ilegítimo, acudió Colegio de los Españoles de Bolonia, que había fundado el cardenal Gil de Albornoz, al que llegó el 30 de abril de 1486, y en donde permanecería hasta 1498, después de haber disfrutado de diferentes cargos en el centro: rector, consiliario, consiliario médico y visitador extraordinario. Fue éste, en realidad, quien se encargó de dirigir en la década de los años veinte, la nueva reconstrucción de la capilla familiar, y a quien se le debe, por lo tanto, la traza actual, que aún conserva. 

Su larga estancia en la península italiana, inmersa ya por aquel entonces en el más puro estilo renacentista, influyó sin dada en la manera en la que debería rehacerse la vieja capilla familiar. Ese nuevo estilo se puede apreciar ya desde su misma entrada, de estilo plateresco clasicista, en la que cobran una fuerza especial los motivos alegóricos, como se puede apreciar sobre todo en el esqueleto, símbolo de la muerte, que la corona, y la expresiva locución latina que figura sobre el dintel: DEVICTIS MILITIBUS MORS TRIUMPHAT. La portada es, como se ha dicho, adintelada, con un frontón triangular que abarca toda la anchura del vano y las pilastras que lo flanquean, y dos medallones, en los que se representa a San Pedro y San Pablo, flanqueados a su vez por el escudo de la familia Carrillo de Albornoz, que está sostenido por dos ángeles. La obra fue realizada también por el escultor Antonio Flórez, el mismo de la girola. Y también es renacentista la magnífica reja que cierra la capilla por el lado de la epístola, obra del rejero francés Esteban Lemosín, una delicada pieza de orfebrería en hierro, formada por dos cuerpos con montante y cenefas. De ella destaca el enorme medallón que hay sobre la puerta de entrada a la capilla por este lado, en la que se representa el misterio de la Anunciación.

La decoración interior de la capilla es también renacentista, lo que contrasta con la sobria arquitectura de sus bóvedas, todavía góticas como corresponde a la propia girola, en la que el recinto de los Albornoz se encuentra inserto. Destaca de toda esa decoración los soberbios sepulcros que se hallan junto a una de sus paredes, en el lado de la epístola, y que corresponden a los enterramientos de García Álvarez de Albornoz y de Alvar García de Albornoz, el padre y el hermano del cardenal Gil de Albornoz, y que, salvando el decorado arquitectónico en que se enmarcan, formado por sendos arcos conopiales de clara influencia tardogótica, no se corresponden artísticamente con la época en la que vivieron ambos caballeros, sino con esta otra en la que se reformó la capilla. Ambos sepulcros contrastan bellamente con el todavía goticista enterramiento de la madre del cardenal, Teresa de Luna, que es sin duda el único elemento original que el refundador de la capilla dejó en ésta.

Pero lo más claramente renacentista de toda la capilla es la pintura de sus tres altares, que son obra del pintor manchego Fernando Yáñez de la Almedina. Las dos pinturas laterales son “La adoración de los Reyes” y “El entierro de Cristo”, conocido también éste último como “La piedad” (se trata del mismo altar en el que el tesorero depositó el ara de pórfido que se había traído desde Italia). Y en el altar mayor se encuentra también un impresionante retablo, digno de admiración, en cuyo lienzo central se representa la Crucifixión, con Cristo entre los dos ladrones. Sobre el autor, hay que decir que éste ha sido considerado como uno de los principales introductores en España de las fórmulas propias del cuatrocento italiano, que había aprendido del propio Leonardo da Vinci, con el que pudo haber colaborado incluso en la desaparecida “Batalla de Anghieri”, y también, según algunos autores, de Rafael. Aunque después de su regreso de Italia, el artista había estado trabajando antes en Valencia, con Hernando de los Llanos, no sería extraño que el propio Carrillo de Albornoz pudiera haberlo conocido en la propia península italiana, y que sería este hecho el que le hubiera movido al sacerdote conquense a reclamarle, entre 1525 y 1531, a la ciudad del Turia, donde entonces se encontraba, para que pudiera terminar la decoración pictórica de su capilla. En este sentido, otros críticos también ven en la obra del manchego ciertas reminiscencias del pintor italiano Filippino Lippi, lo que nos lleva a pensar una estancia del manchego no sólo en Florencia, sino también en Roma.

"La Crucifixión. Retablo del altar mayor de la capilla de Caballeros.
Fernando Yáñez de la Almedina.

jueves, 19 de abril de 2018

Los nuevos linajes nobiliarios conquenses Carrillo de Albornoz y Carrillo de Acuña


Si bien la ciudad de Cuenca se había visto, desde el primer momento de su conquista, libre de una jurisdicción señorial, las élites nobiliarias conquenses, enriquecidas en gran parte gracias a la ganadería, y a los derechos que generaba esa ganadería, fueron copando una red señorial de gran importancia por toda la sierra, alrededor de esos terrenos que seguían siendo de la ciudad de Cuenca. La familia Albornoz fue paradigmático en este sentido. Descendiente de uno de los caballeros que habían participado en la conquista de Cuenca, Gómez García de Aza (de origen borgoñón y navarro, señor de Aza, Ayllón y Roa), fue premiado por su participación en la conquista de Cuenca con el señorío de Albornoz. Su hijo, Fernán Gómez de Aza, segundo señor de Albornoz cambió el apellido familiar, adoptando de esta forma el nombre de la villa, iniciando de esta forma un linaje que, en el siglo XIV, sobre todo, era el más importante de la ciudad, y uno de los más señeros de Castilla.

La familia iría con el tiempo obteniendo nuevos señoríos durante los sucesivos señores de Albornoz: Pedro Fernández de Albornoz, Fernán Pérez de Albornoz, Alvar Fernández de Albornoz, Garci Álvarez de Albornoz (1327-1328, padre del futuro cardenal Gil de Albornoz), Alvar García de Albornoz (1328-1374), Micer Gómez García de Albornoz (1374-1380), Juan de Albornoz (1380-1389) y María de Albornoz (1389-1440). De tal forma que, en la mitad del siglo XV, la última descendiente directa del linaje, María de Albornoz, poseía por ella misma más de treinta señoríos, extendidos por todo el norte de la provincia de Cuenca. A su muerte, algunos de sus señoríos pasaron a su única hermana, Beatriz de Albornoz, pero la mayor parte de ellos pasarían a otros linajes, como Álvaro de Luna, los Mendoza, y Gómez Carrillo y Castañeda.

Y aquí viene a colación uno de esos nuevos linajes surgidos entre las élites de poder conquenses a lo largo de todo el siglo XV. Y es que en esta época, durante las guerras nobiliarias que asolaron primero el reinado de Juan II, y más tarde también durante las guerras civiles entre Enrique IV y sus hermanos, nuevas familias se vinieron a asentar también en los lugares cercanos a la ciudad de Cuenca, emparentando con las élites antiguas, e incorporándose de esta forma a esa oligarquía conquense. Surgieron así nuevos linajes, como los Carrillo de Albornoz, surgido a raíz de la unión matrimonial entre Gómez Carrillo y Casteñeda, señor de Ocentejo y Paredes, con Urraca Álvarez de Albornoz, señora de Portilla y hermana del cardenal Gil de Albornoz, o los Acuña. De esta manera, los Carrillo de Albornoz eran primos, y no demasiado lejanos, de la última señora de Albornoz. También lo era don Álvaro de Luna, pues su padre, Álvaro Martínez de Luna, era hijo de Juan Martínez de Luna y de Teresa de Albornoz, quien a su vez era una de las hijas de Micer Gómez de Albornoz.

Gómez Carrillo, el fundador del linaje Carrillo de Albornoz, había sido alcalde mayor de los Hijosdalgo de Castilla, y ayo del futuro rey Juan II. Por su parte, Urraca Álvarez de Albornoz, había nacido en Carrascosa del Campo, otro de los pueblos que estaban bajo la jurisdicción de las diversas ramas de este linaje. Y ambos tuvieron cuatro hijos, entramando de esta manera, de forma definitiva, los dos linajes familiares. El mayor, Álvaro, heredaría gran parte de los señoríos familiares de su padre, principalmente los de Ocentejo, en la provincia de Guadalajara, y Cañamares, ya en la de Cuenca, y sería un nieto suyo, quien recuperaría algunos de los pueblos que habían sido de los Albornoz, como Torralba. Mientras tanto, su hija Teresa heredaría los de Portilla, Paredes y Valtablado de Beteta. Por su parte, María Carrillo de Alarcón contraería matrimonio con Martín Ruiz de Alarcón, cuarto señor de Valverde, descendiente del conquistador de Alarcón en tiempos de Alfonso VIII, Fernán Martínez de Ceballos.
Casa palacio de los Carrillo de Albornoz. Sobre su solar
fue edificado el palacio de la Audiencia Provincial, y sólo
quedó del viejo edificio, como testigo vivo de su historia,
las columnas de su patio.

Sin embargo, de todos los hijos de Gómez Carrillo, el que pasó a la historia como uno de los grandes eclesiásticos de su época, fue Alonso Carrillo de Albornoz. Nacido también, como su madre, en Carrascosa del Campo, en una fecha desconocida de finales del siglo XV, como segundón que era de una importante familia nobiliaria supo desde el primer momento que estaba destinado a seguir la carrera eclesiástica, alcanzando a una edad muy temprana, gracias sin duda al patrocinio de sus importantes familiares, arcediano de Cuenca. En el consistorio de 22 de diciembre de 1408 era nombrado cardenal diácono de San Eustaquio, algo a lo que probablemente no sería ajeno el parentesco que su familia tenía con el Papa Benedicto XIII, Pedro Martínez de Luna, a cuya familia había pertenecido también su tía abuela, Teresa de Luna, la madre del cardenal don Gil. Lo cierto es que fue uno de los cardenales que durante el cisma se mantuvo fiel a su pariente, y sólo a partir de 1416 pidió por escrito a éste que abdicase, en beneficio del nuevo Papa, Martín V, y sobre todo en beneficio del conjunto de la Iglesia. Fue administrador de las diócesis de Salamanca y de Osma y abad de la colegiata de San Miguel Arcángel de Alfaro (La Rioja). En 1422 fue nombrado obispo de Sigüenza, aunque nunca residió en su diócesis, pues desde dos años antes venía desempeñando el cargo de legado papal en Bolonia. Ya nunca regresaría a España, ejerciendo nuevos cargos en los estados pontificios. Desde 1423 fue cardenal presbítero de los Cuatro Santos Coronados, y desde 1428 archivicario de la basílica de San Juan de Letrán. Tuvo un papel preponderante durante el concilio de Basilea, y nombrado vicario en Aviñón en 1433, falleció al año siguiente, poco después de su regreso a la ciudad suiza.

También es paradigmática de esta nueva situación el caso del señor de Buendía, Lope Vázquez de Acuña, descendiente de un linaje portugués, los Cunha, que había tenido que emigrar a Castilla a raíz del enfrentamiento dinástico que se produjo en su país entre los infantes, Juan y Dionis, y la nueva dinastía Avis. Sobre ellos ya he hablado en esta misma tribuna en alguna ocasión anterior, por lo que no creo conveniente la necesidad de insistir en el tema. Tan sólo quiero recordar que, por sus servicios a la corona de Castilla, y en recompensa por el abandono que había tenido que hacer de sus posesiones en el país vecino, Enrique III le entregó los señoríos de Buendía y Azañón. Casado con Teresa Carrillo de Albornoz, quien era hija precisamente de los fundadores de este linaje, los señores de Paredes y Portilla, pasó pronto también a la ciudad de Cuenca, donde ocupó, como el resto de su familia política, importantes cargos concejiles. Uno de sus hijos, Pedro Vázquez de Acuña, fue premiado por el infante Alfonso con el condado de Buendía; otro de ellos, Alonso Carrillo de Albornoz, siguió como segundón de la familia la carrera eclesiástica, llegando a alcanzar el arzobispado de Toledo.


Entrada a la capilla de Caballeros de la catedral de Cuenca,
patronato de los linajes Albornoz y Carrillo de Albornoz.


viernes, 13 de abril de 2018

El regimiento provincial de Cuenca y el pronunciamiento de Narváez


En una entrada anterior ya vimos como el Regimiento Provincial de Cuenca había tenido una participación destacada en el frente norte de la primera guerra contra los carlistas, y principalmente en la defensa de la ciudad de Bilbao, que había sido atacada por estos hasta en tres ocasiones entre los años 1835 y 1836. Pero una vez acabada la guerra, y después de un breve periodo de tiempo en el que pasaría a ser desmovilizada, volvería a tener un peso importante en la actividad militar de un ejército que, paulatinamente, se iría incorporando a la política de una España en crisis. En efecto, en 1843 el regimiento conquense se vio sometido también a las fuertes tensiones ideológicas que enfrentaban en aquel momento a las dos facciones liberales, progresistas y moderados, que desencadenarían finalmente el pronunciamiento del general Francisco Narváez y el consecuente exilio de su oponente, el progresista Baldomero Espartero.
Este hecho se enmarca en ese proceso, tan propio del liberalismo español del siglo XIX, como es la entrada de los militares en la política, y el pronunciamiento militar como sistema endémico para provocar un cambio de gobierno. Baldomero Espartero había forzado en 1840 la salida de España de la regente María Cristina de Borbón, la viuda de Fernando VII, obligando al mismo tiempo a que fuera nombrado regente durante los últimos años de la minoría de edad de su hija, y había encumbrado en el poder a los progresistas, llevando al país a una situación de tensión interna en la que los moderados se sentían postergados. Y entre esos moderados, que en absoluto estaban contentos con la nueva situación política creada, se encontraban también algunos militares, que enseguida empezaron a ver a la regente defenestrada como una madre apartada de sus hijas por la fuerza.
Un primer levantamiento de O’Donell fracasó en 1841. Pero la sucesión de pronunciamientos que se llevó a cabo en varias ciudades de España devolvería el poder a los moderados, y forzaría la salida al exilio en Inglaterra del propio Espartero dos años más tarde. En el otoño de 1842 se produjo en Barcelona una insurrección popular, apoyada por gran parte del ejército, que fue sofocada mediante un continuado bombardeo, que duró todo el día 3 de diciembre, y que tuvo su reflejo en un nuevo pronunciamiento contra el gobierno de Espartero, el día 8 de junio del año siguiente. La situación en la que se encontraba el ejército desde hacía algunos años explica estos sucesos, más allá de posicionamientos ideológicos de los oficiales que, si bien existían, eran ajenos a una parte de la oficialidad.
El gran líder del pronunciamiento, en Barcelona como en otras ciudades de España, fue el granadino Ramón María de Narváez, duque de Valencia. En la ciudad del Turia se encontraba a mediados de mayo, cuando inició un movimiento contra el regente que muy pronto fue secundado en otras regiones de España, principalmente en Andalucía, pero también en Cataluña y en Galicia. Málaga, una de las primeras ciudades en pronunciarse abiertamente, lo había hecho el 24 de mayo de 1843, declarando la formación de una junta de gobierno independiente de la de Madrid. Granada lo hizo dos días después, y a ella le siguieron más tarde otras ciudades andaluzas, como Almería y Algeciras. A mediados de junio, el incendio se había extendido a lugares tan lejanos como Barcelona o La Coruña. Aproximadamente al mismo tiempo, el 11 de junio, la principal ciudad meridional del país, Sevilla, también se había incorporado al proceso, por lo que fue cercada poco después por las tropas leales a Espartero.[1]
Respecto al foco granadino, que es el que ahora nos interesa especialmente,José Francisco de Luque resumió los acontecimientos apenas una década después de que se produjera el hecho narrado. El 26 de mayo de 1843 se había pronunciado un batallón del regimiento de Asturias, que en aquellos momentos se encontraba guarneciendo la ciudad. Pocos días después, Espartero envío una división completa, al mando del general Álvarez, para sofocar la rebelión, y ante la falta de acción de éste, lo sustituyó por Van Halen, el mismo que pocos días después cercaría Sevilla. Sin embargo, tampoco éste se decidió a entrar en la ciudad de la Alhambra, y la presencia en las cercanías de la misma del general Manuel Gutiérrez de la Concha, quien había desembarcado en Málaga para adherirse también al pronunciamiento, obligó a levantar el sitio a las tropas esparteristas[2]. Gutiérrez de la Concha había sido precisamente dos años antes comandante general de las provincias de Guadalajara y Cuenca, pero en el mes de octubre de ese año se vio obligado a exiliarse en Florencia, después de haber participado con Diego de León y con otros militares y políticos moderados en un primer intento fallido de derribar a Espartero.
Precisamente con el fin de intentar apagar el incendio revolucionario es por lo que fue movilizado el regimiento provincial. Entre los fondos del Archivo Histórico Provincial de Cuenca se conserva una carta de poder otorgada por uno de hombres de la unidad, el soldado Santos Abarca, en favor de Casiano López; el documento está fechado el 1 de diciembre de 1842, y nos informa de la próxima militarización del regimiento: “Que teniendo que ausentarse de esta ciudad a la villa y corte de Madrid con su compañía de guarnición, y estándole adeudando Francisco Cuenca, vecino de Huete, nuevecientos cuarenta reales procedentes de estar el otorgante sirviendo la plaza de soldado por un hijo suyo, cuya cantidad sin embargo de los muchos avisos amistosos que le ha dado, no le ha sido posible cobrarla, desde luego en la mejor vía y forma que haya lugar en derecho otorga: que da, confiere y comunica todo su poder cumplido, tan bastante como de derecho es necesario y se requiere para valer, a Casiano López, vecino de esta ciudad, para que a su nombre y representando su propia persona, acciones y derechos del otorgante, pueda percibir y cobrar, haya, perciba y cobre del Francisco Cuenca la indicada cantidad.”[3] Sin embargo, diferentes poderes redactados por varios oficiales demuestran a su vez que al menos una parte del regimiento aún se encontraba en la capital del Júcar durante la primera mitad de 1843, por lo que quizá la movilización había sido sólo parcial, afectando sólo a algunos de los batallones que la componían, lo cual redunda en la posibilidad de que sólo participó en el pronunciamiento una parte del mismo.
Sea como sea, a principios del mes de junio, el regimiento fue incorporado al ejército esparterista de Andalucía, que estaba al mando del general Juan Van-Halen, y es precisamente aquí donde nos surge un nuevo interrogante. Según la hoja de servicios de uno de sus suboficiales, el sargento primero Vicente Santa Coloma se adhirió al pronunciamiento el día 20 de ese mes de junio, siendo el encargado de llevar la bandera del regimiento el 5 del mes siguiente a la ciudad de Granada. Así se describe el hecho en el documento:  “Fue el encargado de extraer la bandera de la casa del coronel del cuerpo don Francisco La Rocha, y verificado la condujo a Granada.” Se conserva una fotografía de la bandera coronela del regimiento provincial de Cuenca, que fue la enseña oficial de la unidad durante toda la primera mitad del siglo XIX, y que sin duda es la misma que portó Vicente Santa Coloma en este momento. Bastante mal conservada como se puede apreciar en la fotografía, es de color blanco, y sobre el paño aparece, centrado, el escudo de España sobre una cruz de Borgoña de color rojo, similar todavía a la bandera de los Tercios, pero rematada en cada uno de sus cuatro extremos por el escudo de la ciudad; éste, el escudo de cada provincia, era el verdadero identificador de la unidad correspondiente. Precisamente sería a finales de ese año, mediante Real Decreto fechado el 13 de octubre, cuando se unificaban las banderas de todos los regimientos, siendo sustituidas éstas por la bandera rojigualda, que hasta entonces sólo había sido utilizada por la Armada, desde los tiempos de Carlos III, y por algunos batallones de la milicia nacional. La nueva bandera a franjas roja y amarilla, se había convertido en los últimos años en un símbolo de los liberales, que contrastaba con el color blanco que siguieron usando durante toda la guerra las tropas carlistas[4].




Pero, ¿qué significa realmente esa información que aparece en su hoja de servicios? Pedro Luis Pérez Frías, historiador y militar, afirma en una consulta personal del autor que lo más probable es que pueda tratarse, más que del hecho en sí mismo de portar la bandera del regimiento y trasladarla desde la casa del coronel Francisco La Rocha, hasta la ciudad de Granada, el que nuestro protagonista sería uno de los suboficiales de esta graduación elegidos para formar la escolta reglamentaria durante la solemne ceremonia en la que debía leerse públicamente el bando del pronunciamiento. Lo contrario hubiera sido algo difícil de comprender, teniendo en cuenta que en aquellos momentos nuestro protagonista era todavía sargento primero, y que el cargo de abanderado del regimiento solía estar reservado a un alférez o a un subteniente.
La segunda pregunta que nos debemos hacer para comprender este momento de la vida de Vicente Santa Coloma es la siguiente: ¿Quién mandaba el regimiento provincial conquense en el verano de 1843, cuando al menos una parte del mismo se adhirió al pronunciamiento contra el regente? Según la hoja de servicios del propio Vicente Santa Coloma, éste no era otro que un tal Francisco La Rocha. Sin embargo, si hacemos caso del Estado Militar de España, publicación que tenía carácter anual y que era una especie de vademécum de la situación global en la que se encontraba en cada momento el ejército español, en 1843 figuraba todavía como jefe del regimiento conquense el ya citado José Filiberto Portillo, y así se hace constar también en la biografía de Espartero antes citada. Por otra parte, Santiago Álvarez Novoa figuraba como jefe de la unidad conquense ya al año siguiente. Y aunque el ascenso a brigadier de aquél y su incorporación a la política, iniciada ya ese mismo año de 1843, pudo haber dejado el regimiento provincial de Cuenca en manos del coronel Francisco La Rocha, nada sabemos apenas de este militar, que no aparece como tal ni en el Estado Militar de España de 1843, ni tampoco en al anuario del año siguiente. Sería lógico suponer entonces que después de haber sustituido a Portillo en los primeros meses de 1843, y una vez obtenida la victoria por los partidarios de Narváez, el coronel La Rocha habría sido sustituido a su vez por el propio Novoa poco tiempo después, bien al haber sido premiado y ascendido en el caso de haber participado en el pronunciamiento, o bien por ser destituido del cargo en el caso contrario. Sin embargo, y según siempre la información facilitda desde el Archivo General Militar de Segovia, no figura en la sección de personal de dicho archivo ningún expediente bajo este nombre.Tampoco he encontrado datos a este respecto en el Archivo Municipal de Cuenca.
También podría tratarse de un militar proveniente de la Armada. En 1830, un teniente de navío de este nombre estaba destinado en la guarnición de Cádiz[5], aunque no podemos certificar con rotundidad que pueda tratarse de la misma persona. Sí podría tratarse del mismo Francisco de la Rocha y Duggi, que, después de haber participado en la Segunda Guerra Carlista, en la que destacó a finales de la década en el frente de Cataluña, forzó en 1851 a que le fuera reconocida la corbata de San Fernando a los dos batallones del regimiento Castilla que habían participado más de diez años antes, a cuyo frente él debía encontrarse en aquel momento, con las que habían sido premiados en el mes de marzo de 1839, en la batalla de las canteras de Utrillas,[6]. Nacido en 1808 en Lisboa, ya en los años sesenta era gobernador militar de Valencia[7], y llegó a alcanzar el grado de brigadier y mariscal de campo. Tal y como vemos, y al no poder contar con su hoja de servicios, no podemos asegurar que este militar estuviera en ese momento al frente del regimiento conquense. Otra posibilidad es que se tratara éste del jefe de una especie de ejército de operaciones, que estuviera formado por varias unidades diferentes, una de las cuales podría ser el regimiento conquense, bien en su conjunto o bien sólo alguna de sus compañías. Este hecho explicaría que no hayamos encontrado ninguna relación directa de él con la unidad conquense.
Otro aspecto a tener en cuenta es que, según María Felisa Álvarez Rey, el batallón provincial de Cuenca era uno de los diecisiete batallones que, todavía a las órdenes de Van Halen, se hallaban a mediados de junio en el cerco de Sevilla[8], también levantada en armas, como se ha visto, con el fin de conseguir la rendición de la ciudad. Pero las tropas progresistas nunca lograron la rendición de la capital andaluza, a pesar de que poco tiempo después, el propio Espartero se dirigía a ella para ponerse al frente de un ejército que, con los hombres que él mandaba, alcanzaba ya un total de diez mil soldados.


De todo ello se desprende que la unidad abandonó el cerco de la ciudad del Guadalquivir y se dirigió a Granada, con el fin de adherirse, ellos también, al pronunciamiento moderado. Y aquí tenemos que recordar que el militar que en aquel momento mandaba la unidad, o al menos lo había sido hasta muy poco tiempo antes, era el coronel José Filiberto Portillo, quien había sido poco tiempo antes ascendido a brigadier, o lo sería muy pronto, quizá por su participación en el pronunciamiento granadino, y nombrado gobernador de Málaga. Hay que tener en cuenta también que el ejército de Espartero se fue desmembrando conforme los pronunciados se iban acercando a Madrid, hecho que facilitaría claramente el cambio de siituación de los conquenses.
El 23 de julio, las tropas de Narváez derrotaron finalmente en Torrejón de Ardoz (Madrid) a las de Espartero, dirigidas para la ocasión por el general Antonio Seoane. Por su parte, el duque de la Victoria se vio obligado el día 27 a levantar el cerco de Sevilla e iniciar el camino del exilio, lo que hizo en Cádiz, sobre la cubierta de un barco de vapor que tenía precisamente el mismo nombre que la ciudad a la que no había conseguido derrotar: Betis. Narváez fue nombrado entonces presidente del Consejo de Ministros, y para evitar la inestabilidad que podría suponer una tercera regencia se le adelantó la mayoría de edad a la reina Isabel, cuando apenas había cumplido trece años.
Su participación en el pronunciamiento le supuso un nuevo ascenso a subteniente, tal y como sucedió también con otros muchos compañeros del soldado conquense, que también participaron con él en esta operación; en uno de los documentos que figuran en su expediente personal existe la relación pormenorizada de aquellos que fueron ascendidos por este motivo, según una orden que estaba fechada el 21 de agosto de 1843. El ascenso, que afectaba a una cincuentena de oficiales y suboficiales del batallón de la reserva de Cuenca, fue concedido por el gobierno provisional, en nombre de Isabel II. En su expediente figura la relación de esos cincuenta oficiales y suboficiales que fueron ascendidos por este motivo al empleo o grado inmediatamente superior al que tenían en ese momento. Sólo en el caso del sargento primero Santa Coloma, se le reconocía al mismo tiempo el grado y también el empleo de subteniente, hecho que provocaría en los años siguientes una reclamación del interesado, al no habérsele reconocido por parte de sus superiores en la unidad dicho empleo, sino sólo el grado correspondiente. No obstante, la hoja de servicios del militar es clara en este sentido, pues con la misma fecha de antigüedad, el 21 de agosto de 1843, se le concedía al mismo tiempo el grado de subteniente de infantería, el empleo de subteniente de milicias, y el empleo de subteniente de infantería.
Vicente Santa Coloma había nacido en la provincia de Cuenca, en el pueblo de Torralba, el 22 de enero de 1815, y moriría poco tiempo después, el 10 de agosto de 1848, después de haber sido movilizado. El ejército, sin embargo no se había enterado del fallecimiento, y no fue hasta el mes de mayo del año siguiente, un mes después de haberse publicado la orden de su nueva movilización e incorporación al regimiento de Saboya, cuando el capitán general lo notificó a las instancias superiores.



[1] El pronunciamiento y sitio de Sevilla en junio y julio de 1945, por un miliciano nacional. Sevilla, Establecimiento Tipográfico, 1843. ÁLVAREZ REY, María Felisa, “Pronunciamiento de 1843: Espartero en Sevilla durante la  regencia del general Espartero (1841-1843)”, en VV.AA., La era isabelina y la revolución (1843-1875). XIII Jornadas Militares de Historia Militar, Cátedra General Castaños, Sevilla, 2009.
[2] LUQUE, José Francisco de, Granada y sus contornos. Historia de esta célebre ciudad desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, Imprenta de Don Manuel Garrido, Granada, 1858,  pp. 427-428. Edición facsímil de Editorial Maxtor, Valladolid, 2006.
[3] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1628. Manuel Pedraza (1842-1843). Exp. 1. Fols. 519-519v.
[4] ÁLVAREZ ABEILHE, Juan, “La bandera de España”, en Revista de Historia Militar: El origen militar de los símbolos de España, número extraordinario (2015), p. 63
[5] Estado General de la Real Armada. Año de 1830. Imprenta Real. Madrid, 1830.
[6] http://voluntariosdecastilla.blogspot.com.es/2011/03/el-coronel-de-la-rocha-y-duggi.html. Voluntarios de Castilla. El coronel De la Rocha y Duggi. Consultado el 24 de diciembre de 2015.
[7] PINGARRÓN-ESAÍN, Fernando, “Las torres del portal de Cuarte de Valencia y su función carcelaria”, en Ars Longa, nº 16 (2007), pp. 73-92.
[8] ÁLVAREZ REY, María Felisa, o.c., p. 50.

viernes, 6 de abril de 2018

El Regimiento Provincial de Cuenca y la Primera Guerra Carlista


Durante toda la primera mitad del siglo XIX, el ejército español estaba dividido en dos grupos claramente diferenciados, el ejército regular propiamente dicho, y las llamadas milicias provinciales, que estaban establecidas en todas las capitales de provincia e incluso en algunos lugares que, no siendo capitales, tenían una importancia mayor, y estaban abastecidas principalmente por los nuevos reclutas que se incorporaban al ejército. Sin embargo, y sobre todo en el marco de la Primera Guerra Carlista, no tenían estos regimientos una importancia menor que las llamadas tropas regulares. Sobre ellos, y en concreto sobre la actuación desempeñada durante la Primera Guerra Carlista (1833-1840) ha dicho lo siguiente Fernando Puell de la Villa: “Al tener que presentar la estructura del ejército concebido por Narváez, conviene destacar el papel que en él desempeñó la Milicia Provincial. Estas unidades fueron determinantes para el triunfo de la causa isabelina durante la guerra carlista, y al combatir codo a codo con la infantería de línea durante siete años, se equipararon totalmente con el ejército regular, por lo que se ganaron el aprecio de la oficialidad.”[1]
Uno de esos regimientos eran el de Cuenca. Éste combatió primero en el frente oriental, en la comarca del Maestrazgo, participando además en algunas acciones bélicas de cierta importancia, como en la de Morella, en la provincia de Castellón, en 1833. En esta localidad permaneció después de guarnición, hasta el mes de mayo del año siguiente. Y en 1834 participó también en las acciones de Aguaviva y Benasal, ambas en la provincia de Teruel. Sin embargo, poco tiempo después la unidad sería enviada al frente norte, a la provincia de Vizcaya, donde se estaba desarrollando los combates más arduos entre carlistas e isabelinos, y donde tendría una actuación memorable, principalmente en el marco de la defensa de la ciudad de Bilbao, en los sucesivos cercos a los que se vio sometida por las tropas carlistas.
Así, en el mes de julio de 1835, tuvo que emplearse a fondo en la defensa del primer sitio carlista de la capital vizcaína, en la que el propio Zumalacárregui, jefe de las tropas invasoras, sufrió una herida en una pierna que, mal curada, terminaría por causarle la muerte por una septicemia. En esta operación, el regimiento provincial de Cuenca figuró en la vanguardia del combate, formando parte en esta ocasión de la primera brigada de la sexta división, a las órdenes del conde de Mirasol, Rafael Arístegui, y del general Santos San Miguel. Y ese mismo mes, participó también en la acción de Arrigorriaga, San Miguel y la retirada de Puente Nuevo, en la que el ejército liberal estuvo a punto de sufrir una derrota bastante importante. También participó, ya en el mes de octubre, en la salida de Bilbao que ejecutó el ejército liberal, escoltando a la división británica desde la comarca de las Encartaciones hasta Vitoria. Esta división británica era parte de la llamada British Auxiliary Legion, que se había creado en Gran Bretaña por voluntarios liberales para combatir al lado de los cristinos, y estaba al mando de George de Lacy Evans, un antiguo combatiente de las guerras napoleónicas, que se había destacado tanto en la península, durante la Guerra de la Independencia, como en la batalla de Waterloo, y que en aquellos momentos, dedicado también a la política desde un tiempo antes, era diputado en el parlamento británico.
De guarnición durante los meses siguientes en la capital del Nervión, la unidad participó en una nueva operación, en la que los granaderos y cazadores del regimiento conquense tomaron a la bayoneta las trincheras y las aspilleras desde las que los carlistas defendían los caminos de Orduña y Durango, operación que acabó con el ataque a la ciudad de Galdácano. La operación le valió al teniente coronel Alfaraz, quien era el jefe de la unidad conquense, merecidos elogios de parte del comodoro inglés John Hay, jefe de la escuadra de observación británica, que tan importante iba a ser para el final de la guerra tres años más tarde, al ejercer de mediador para la firma definitiva del convenio de Vergara.
A finales del mes de octubre de 1835 los carlistas volvieron a cercar Bilbao una vez más. En este mes, la unidad conquense había salido el día 19 de la capital vizcaína, escoltando a la división británica, en dirección a Vitoria, atravesando otra vez la comarca de las Encartaciones. Pero enterados de que los carlistas habían sitiado la ciudad, los seis batallones del regimiento regresaron de nuevo a la capital vasca. Por entonces, la situación en la que se encontraban los sitiados, vecinos y defensores, era bastante complicada, tal y como se aprecia en la carta que el cónsul británico en la ciudad, John Clark, le remitía a su embajador en Madrid, George Villiers, el 31 de octubre, cuando la ciudad llevaba ya más de una semana sitiada.
En el mes de noviembre participó también en los enfrentamientos de la comarca de las Encartaciones y del Cerro de Cruces, donde participó en el desalojo otra vez a la bayoneta de un destacamento carlista de mil quinientos hombres. Al año siguiente, entre octubre y noviembre de 1836, aún tuvo que volver a enfrentarse a un tercer asedio carlista a la ciudad de Bilbao, que los liberales sólo lograrían levantar en Navidad, tras la llegada del propio Espartero. Y es que sobre el número de los sitios que sufrió la capital vasca durante la Primera Guerra Carlista, los historiadores no se ponen de acuerdo; mientras para algunos, como Pirala, el número de sitios fue de tres (el de julio de 1835 y los de octubre y noviembre de 1836), otros califican estos dos últimos como una operación única, mantenida en dos fases diferentes. Por otra parte, Pirala no da categoría de sitio como tal al bloqueo efectuado por las tropas de Rafael Maroto entre finales de agosto y principios de septiembre de 1835, en el que también se encontró Vicente Santa Coloma, tal y como ya hemos hablado, quizá porque los atacantes no llevaban artillería pesada.
La unidad fue destinada a la defensa de la plaza y de sus obras exteriores, ocupando el cantón de Olaviaga, quedando encuadrada allí junto al primer batallón del regimiento de Valencia, a los batallones provinciales de Trujillo, Laredo y Compostela, y a una amplia batería de artillería. El número total de soldados incorporados a la guarnición de la ciudad era de seis mil ochenta y dos, todos ellos bajo el mando directo del general Santos San Miguel. La unidad conquense quedó en un momento del cerco en la posición más crítica, en situación de avanzada, viéndose obligada en la mañana del 25 de octubre a la retirada de las tropas en dirección a la villa, mientras eran acosadas por el tiroteo de tres batallones enemigos, teniendo que cruzar a pie la ría de San Mamés, mientras algunas compañías del regimiento de Compostela les protegían desde el otro lado.
La unidad conquense permaneció casi todo el año siguiente, 1837, de guarnición de Bilbao, aunque participó también en algunas operaciones de menor importancia, como en Derio, el 25 de octubre. Ya en enero de 1838, ésta participó también en la acción de las alturas de Santo Domingo, en las inmediaciones de la capital bilbaína. En esta acción de guerra, los batallones de Cuenca y Compostela, al mando del propio Alfaraz, mantuvieron a raya a una fuerza que les superaba claramente en número, hasta que recibieron la ayuda de las tropas que mandaba el general Archevala.
Los últimos años de la guerra entre carlistas y liberales, llamada también “de los Siete Años”, siguieron transcurriendo activamente para la unidad conquense. En el mes de agosto de 1839 contribuyó a la toma del pueblo de Sodupe (Vizcaya), y combatió en las trincheras de Santa Lucía, en el Valle del Erro (Navarra). En esta operación mandaba las tropas de vanguardia el jefe de la unidad conquense, Ramón Alfaraz. En el mes de enero de 1840, la unidad se mantenía de guarnición en la ciudad de Pamplona, desde la que pasó a principios de junio a Logroño, habiéndose incorporado al cuartel del general en jefe, Felipe Rivero. Participó así mismo en la persecución desde Trebiana (La Rioja) del general carlista Juan Manuel Balmaseda, capitán general de Castilla La Nueva, que después de haber arrasado la localidad de Roa (Burgos), intentaba llevar de nuevo la guerra a Navarra. Y es que los carlistas habían intentado unificar los dos ejércitos, el que estaba al mando de Palacios y el que estaba a las órdenes del propio Balmaseda, con el fin de intentar hacer un ataque en tenaza contra los liberales, que pudiera aliviar el mal estado en el que se encontraban ya los últimos defensores del absolutismo. No obstante, el movimiento fue descubierto por los isabelinos.
Para entonces, Espartero y Maroto, los principales jefes de ambos bandos, ya se habían dado en Vergara el famoso abrazo con el que se había firmado un tratado de paz que daba a los liberales la victoria en la primera guerra civil de la España contemporánea. Sin embargo, algunos de los carlistas no reconocieron el tratado, alargando una guerra que había causado en siete años una gran cantidad de muertos. Uno de esos carlistas irredentos era Juan Manuel Martín de Balmaseda, quien intentó sorprender a las tropas liberales cuando éstas celebraban ya la victoria contra los absolutistas. Sin embargo, derrotado, no tuvo más remedio que cruzar, al frente de los escasos hombres que ya se mantenían a su lado, la frontera de Francia, y reconocer finalmente su derrota. Por ello, el regimiento de Alfaraz fue el encargado de mantener la tranquilidad y las comunicaciones en el distrito de Durango.
Además de multitud de recompensas individuales para algunos de los hombres de la unidad, tanto para los oficiales como para los miembros de la clase de tropa (principalmente, cruces de María Isabel Luisa, o el reconocimiento como Benemérito de la Patria para algunos de ellos), la participación en el frente de Bilbao supuso para el Regimiento Provincial de Cuenca, según recoge Trifón Muñoz y Soliva, supuso a título colectivo el más importante reconocimiento militar, la Cruz de San Fernando. De esta forma, y a partir de este momento, la bandera de la unidad podría lucir, colgando de su asta, el corbatín correspondiente a esta condecoración.

Una unidad de guerra es, en muchas ocasiones, reflejo de la persona que la manda en  un momento concreto, y por ello debemos preguntarnos quién era la persona que mandaba el Regimiento Provincial de Cuenca durante la Primera Guerra Carlista, y en concreto, durante la defensa liberal de los tres asedios carlistas de Bilbao. La respuesta a la pregunta la encontramos en un militar de origen gallego, Ramón Alfaraz Camps, que estaba casado con María del Carmen Osorio, cuarta marquesa de Torremejía. Así lo demuestra un documento que he podido encontrar en el Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Se trata de una escritura de poder que el propio Ramón Alfaraz otorgaba el 9 de enero de 1834 en la persona de su esposa, María del Carmen Osorio, al saber que su suegra había fallecido en Madrid el 31 de diciembre del año anterior, para que ésta pudiera presentarse en la villa de Daimiel y tomar posesión en su nombre de los títulos y mayorazgos que por ello le correspondían[2]. Con la misma fecha otorgaba también otro poder a José Laplana, abogado de los Reales Consejos, para que éste pudiera hacer lo propio en la villa y corte de Madrid.
Ramón Alfaraz, marqués consorte de Torremejía, había nacido en La Coruña en 1799 y tuvo su bautismo de fuego en plena Guerra de la Independencia, siendo todavía lo que entonces se llamaba cadete de menor edad, durante el sitio de Tortosa, en el que combatió al lado de su padre, el coronel Agustín de Alfaraz. En 1811 fue hecho prisionero por los franceses y conducido al país vecino, donde permaneció después de haber acabado la guerra, manteniendo contacto quizá con los exiliados afrancesados y liberales que en los años siguientes, después del regreso de Fernando VII a Madrid, se vieron obligados a abandonar España, buscando refugio en Francia y en Inglaterra. Juan Luis Simal ha afirmado que uno de los grupos más numerosos de exiliados en este período eran precisamente los oficiales del ejército, contrariados con la postura absolutista del monarca[3]. En Francia estudió en el colegio militar de Burdeos, y después de haber regresado a España en 1817, en el marco de la primera amnistía, que había sido decretada el año anterior, fue purificado en Valladolid, precisamente por su estancia en el país vecino en los años posteriores a la guerra.
Dos años más tarde fue enviado a las colonias, como ayudante de campo del general Estanislao Sánchez Salvador, quien en 1816 había sido nombrado general en jefe del ejército del Alto Perú. En 1820, de regreso a la península algunos años más tarde, y a pesar de ser un decidido constitucionalista, en 1820 Sánchez Salvador rehusó secundar el levantamiento de Rafael de Riego que dio pasó en España al segundo intento liberal, el del Trienio, por lo que fue encerrado en el arsenal de la Carraca, en San Fernando (Cádiz); allí fueron encerrados también otros militares que tampoco quisieron secundar el levantamiento, y entre ellos su ayudante, el entonces subteniente Ramón Alfaraz.
Dos meses después, ambos militares fueron liberados, incorporándose definitivamente al movimiento liberal, hasta el punto de que Sánchez Salvador fue nombrado ministro de Guerra entre septiembre de 1821 y enero de 1822. Este hecho debe estar relacionado con el paso de Alfaraz, en agosto de aquel año, a las órdenes del general en jefe del Estado Mayor del ejército, “para desempeñar trabajos importantes” (la hoja de servicios no cita de que trabajos se trataba). Después participó en la campaña de Cataluña, y al regresar al poder los absolutistas, durante la llamada “Década Ominosa”, Ramón de Alfaraz se licenció temporalmente del ejército. Volvió a éste en 1826, realizando en esta etapa labores de mucha menor importancia.
En 1832, ascendido a teniente coronel de milicias, pasó a mandar el batallón provincial de Alcázar de San Juan (Ciudad Real), desde el que fue trasladado en marzo de 1834 al batallón provincial de Cuenca; debió ser sin duda mientras estaba al frente de la unidad manchega cuando conoció a la hija de los marqueses de Torremejía, pues ya sabemos que su matrimonio se llevó a cabo antes de que el militar se hubiera incorporado a su nuevo destino en la ciudad del Júcar. Al mando del batallón conquense permaneció durante buena parte de la Primera Guerra Carlista, incorporada su unidad al ejército del Norte, destacándose en diversas operaciones, como en la acción de Galdácano, en mayo de 1836, al mando de una compañía de granaderos, y en la del Cerro de las Cruces, en la que estaba al mando de tres compañías de su propio regimiento. Todo ello le valió varias condecoraciones, y entre ellas la Cruz de San Fernando de primera clase, y ya en 1839 el grado de coronel de infantería. También había sido en 1836 cuando mandó la brigada que se había formado con las tropas que salieron de Bilbao para perseguir a los carlistas. Una vez acabada la guerra, fue trasladado temporalmente para mandar el regimiento provincial de Bujalance, entre el 1 de marzo y el 24 de abril de 1841, pero después de esta fecha volvió a ser destinado al regimiento conquense, hasta el 31 de octubre de 1842. En 1843 fue ascendido a brigadier. Recientemente he podido encontrar una biografía en dos páginas de este militar. En este documento se aprecia su espíritu liberal, adquirido seguramente en los tiempos en los que sirvió como ayudante de campo del general Sánchez Salvador.


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Cuadro de Ferrer Dalmau sobre la Primera Guerra Carlista



[1] PUELL DE LA VILLA, Fernando, “El ejército nacional, composición y organización, en ARTOLA, Miguel (coordinador), Historia Militar de España, Edad Contemporánea, el siglo XIX, Madrid, Ministerio de Defensa, 2015, p. 154.
[2] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1612. Manuel González de Santa Cruz (1821-1838). Expediente 4.
[3] SIMAL, Juan Luis, Emigrados. España y el exilio internacional, 1814-1834, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2012, p.66.

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