sábado, 31 de marzo de 2018

Las imágenes conquenses atribuidas a Rabasa: una teoría de conjunto


Desde un tiempo a esta parte, mucho es lo que se ha adelantado respecto a todo lo relacionado con el conocimiento histórico de nuestra Semana Santa. Sin embargo, la escasez de archivos y documentos más allá del paréntesis trágico que supuso la Guerra Civil, hace que todavía sea mucho más lo que aún desconocemos, y no sólo por lo que respecta a aquellas épocas que ya se pueden considerar como un poco alejadas de nuestro tiempo, sino también a otras mucho más recientes. Hay que decir que ni siquiera está ya todo dicho respecto a la autoría de algunos de nuestros pasos procesionales, a pesar de que prácticamente ninguno de ellos, excepto el hermoso Cristo de Marfil, se remonta más allá del propio conflicto bélico, como lo demuestra el controvertido tema de las imágenes que, relacionadas directamente con nuestra Semana Mayor, han venido siendo atribuidas erróneamente a José Rabasa, cuando este valenciano, tal y como ya se ha demostrado, nunca fue escultor.

En efecto, se trata de un tema que no es nuevo, y a pesar de ello todavía puede leerse en algunas publicaciones más o menos oficiales que tanto la talla de María Magdalena como la de la Virgen del Amparo fueron realizadas por este valenciano, cuando en realidad se debería afirmar, simplemente, que fueron adquiridas en el taller de su propiedad. A este respecto, se nos ocurren algunas preguntas: ¿Quién fue en realidad esta persona, que tiene a lo largo y a lo ancho de toda la geografía nacional multitud de atribuciones de tallas, imágenes procesionales algunas de ellas y otras realizadas para ser contempladas dentro de altares y hornacinas, cuando en realidad nunca llegó a sujetar con su mano una gubia para intentar dar vida a la madera? Si no fue Rabasa el autor de estas tallas, ¿cuál es la personalidad artística verdadera que se oculta tras ese nombre equivocado, más allá de la firma que aparece en los respectivos contratos de adquisición de las piezas?

Como digo, no se trata de un asunto en absoluto nuevo, pero siempre se ha tratado de forma independiente; nunca hasta ahora se ha intentado elaborar una teoría de conjunto que afecte a las diferentes obras afectadas por el tema. Así, mi intención a la hora de realizar esta caportación ha sido la de, en primer lugar, dejar por sentado de nuevo, de una vez por todas, cuál fue la verdadera personalidad de este valenciano, para después dentro de las dificultades que presenta el hecho de la falta de documentación, intentar establecer quién o quiénes fueron los autores de las dos esculturas citadas más arriba, así como también la de la Virgen de las Angustias, la de la ermita, también atribuida recientemente al propio Rabasa, que si bien no se puede considerar como una verdadera imagen procesional, a nadie se nos escapa la importante relación que mantiene con la Semana Santa de Cuenca.

José Rabasa fue en realidad un marchante, funcionario del Estado en los años de la posguerra, que una vez acabado el conflicto bélico se dio cuenta de que la guerra había vaciado multitud de hornacinas y templos, y que esos templos debían llenarse entonces con nuevas esculturas. Por todo ello, se hizo representante legal de muchos imagineros valencianos, a los que les obligaba a que no firmaran sus obras para poder atribuirse él mismo directamente todas esas tallas. Conocía el mundo artístico gracias a que su cuñado, Antonio Rollo Miralles, socio suyo además en el taller de arte religioso que había establecido con tal motivo en la ciudad del Turia, había sido jefe de decoradores en el taller del escultor Pío Mollar. Sobre la pista de esta impostura nos puso a los conquenses por primera vez José Javier Ortí Robles, un conquense afincado en Valencia que está casado, además, con una nieta de Enrique Galarza, uno de los artistas “representados” por el propio José Rabasa.

Dicho esto, ¿quién fue de verdad el autor de las tallas conquenses? En realidad hay que hablar de autores, pues no puede decirse, en el estado actual de los conocimientos, que se pueda hablar de un mismo autor para las tres obras. Empezaré para ello por la Virgen del Amparo, a la que dediqué un capítulo en mi monografía sobre la hermandad de Jesús Resucitado en la que desmontaba algunas atribuciones erróneas que algunos cronistas  han venido haciendo a lo largo del tiempo, como la del conquense Leonardo Martínez Bueno, o la de un desconocido Antonio Bello, que no figura en ninguna relación de imagineros y que en realidad podría deberse a un error de trascripción y hacer referencia al ya citado Antonio Rollo, socio y cuñado, como ya he dicho, de José Rabasa, y el único de los dos que estaba relacionado con la imaginería. En aquel momento cargué demasiado las tintas conscientemente sobre la posible autoría por parte de Enrique Galarza, aun sabiendo que no existía documentación alguna que lo avalara, con el único fin de intentar demostrar la no autoría del propio Rabasa. Sin embargo, y a la espera de poder analizar la desconocida obra del ya citado Antonio Rollo, si es que en realidad existe una obra propia de este enigmático escultor y no se trata sólo, como en el caso de su cuñado, también de un simple marchante, sólo se puede afirmar que el autor de la obra, sea éste quien sea, está muy influido por toda la escuela murciana de imaginería, que arranca del siglo XVIII con la figura de Francisco Salzillo, pero que se extiende por toda la provincia del Segura a lo largo de las dos centurias siguientes. No hay más que comparar la expresión del rostro de la talla y la posición de sus manos, con todas las dolorosas que, siguiendo a Salzillo en casi todos sus detalles, pueblan las procesiones de Semana Santa de Murcia y su comarca.


Por su parte, la imagen de María Magdalena fue adquirida al taller de José Rabasa por la hermandad del Cristo de la Luz en 1951, con el fin de incorporarla a la nueva procesión del Martes Santo, a instancias del hermano Emilio Saiz Díaz, después de que la hermandad hubiera encargado su paso de la Lanzada al escultor conquense Leonardo Martínez Bueno, tras un concurso en el que también había participado el propio Rabasa. Respecto al verdadero autor de esta obra, en una de las actas de la hermandad se menciona cierta visita que un grupo de hermanos realizó al taller de cierto señor Navarro, así, sin mencionar más que un apellido, con el fin de ver cómo iba la talla de la nueva imagen. ¿De qué escultor podría tratarse? Desde luego, no era Rabasa, aunque en la documentación existente figura que la obra fue adquirida a éste.


Es difícil saber cuál es el nombre de este escultor apellidado Navarro, pero sería presuponer demasiado, como otros lo han hecho, que pudiera tratarse del escultor conquense José Navarro Gabaldón, natural de Motilla del Palancar, autor entre otras de la escultura de San Pedro de Alcántara que se encuentra en el pueblo abulense de Arenas de San Pedro. No creemos que pueda tratarse del mismo artista, pues hay que tener en cuenta en este sentido que este escultor en los años cincuenta tenía establecido su taller en Madrid, y Rabasa, como se sabe, ejercía su influencia en la zona levantina. Tampoco creo que pueda tratarse del alicantino Antonio Navarro Santafé, autor de la escultura del oso y el madroño, símbolos de Madrid, que se encuentra en la actualidad en la Puerta del Sol de la capital madrileña, a la entrada de la calle de Alcalá. Aunque se sabe que en los años treinta permanecía en Valencia, como miembro de la Escuela de Bellas Artes de San Carlos, su obra religiosa, aunque existente, es menos conocida. Además, en los años cincuenta, cuando se hizo la talla de María Magdalena, se encontraba ya en Madrid, como profesor de su Escuela de Cerámica.


Nos quedaría el valenciano Vicente Navarro Romero (1888-1978), quien fue también académico por la valenciana Real Academia de Bellas Artes de San Carlos, además de la a Real Academia Catalana de Bellas Artes de San Jorge de Barcelona, y de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid. Tampoco se conocen demasiadas obras de imaginería de este escultor, que terminó sus días en Barcelona. No obstante, por su paralelismo estilístico y cronológico con la talla conquense de María Magdalena, e incluso con la de la Virgen del Amparo, hay que destacar aquí la hermandad de la Santa Faz de Alcira (Valencia). Fundada en 1949, a partir del año siguiente la hermandad iría incorporando las imágenes de su paso, adquiridas todas a José Rabasa y Antonio Royo: primero, en 1950, la de la Verónica, con ciertas concomitancias estilísticas con nuestra María Magdalena; después el Cristo, agarrado a la Cruz en una de sus caídas; finalmente, en 1953, los dos verdugos, realizados también a imitación de los salzillescos sayones de los pasos de la hermandad de Jesús Nazareno de Murcia.



Y dejamos para el final la imagen de la Virgen de las Angustias, la única de cuya autoría me atrevo a proponer un nombre, a pesar de que para este caso también hay una completa falta de datos al respecto; y no ya a proponer, sino a afirmar con rotundidad, basándome para ello en el estudio comparativo con otras piezas seguras del autor. Me estoy refiriendo al ya citado Enrique Galarza Moreno. Se trata de una atribución que ya realizó en su momento el ya citado José Javier Ortí Robles, y también han apuntado ya de manera oral algunos conocedores de la obra de este escultor valenciano, después de comparar la imagen del Cristo conquense con la talla que preside uno de sus conjuntos más conocidos: la Santa Cena de Orihuela (Alicante), Y sobre todo, si comparamos nuestro Cristo muerto en manos de su Madre, con el Cristo del paso de la Flagelación, que realizó para la hermandad asturiana de Jesús Nazareno de Villaviciosa. Otro paso homónimo para Orihuela también tiene ciertos paralelismos con el nuestro, aunque la similitud con el asturiano es mayor.


Se sabe que Enrique Galarza fue uno de los escultores que un momento de su vida trabajaron para José Rabasa, y que lo hizo precisamente en la misma época en la que fue encargada la talla conquense de la Virgen de las Angustias: la primera mitad de la década de los años cuarenta. A este respecto contamos con las declaraciones del propio escultor al diario Información de Alcoy, una vez que, en 1991, se hubiera descubierto por fin quién había sido el verdadero autor de sendas imágenes veneradas en esta ciudad alicantina, la de San Jorge y la propia patrona, la Virgen de los Lirios, que durante todo este tiempo habían sido atribuidas al propio José Rabasa. Dice así el escultor aludido: “Un buen día se presentó en mi casa Rabasa, al que nosotros llamábamos rabosa – raposa, zorra-, ya que simplemente era un marchante que además nos pedía que no firmáramos nuestras obras. Me encargó que hiciese una imagen de San Jorge y otra de la Virgen de los Lirios, y la verdad es que en principio no lo tuve demasiado claro. Hay que tener en cuenta que todavía nos encontrábamos en guerra, y que por esta zona las imágenes de santos no estaban bien vistas.”


Pero ¿quién era Enrique Galarza? Había nacido en el pueblo valenciano de El Grao en 1895, y en 1912 se matriculó en la asignatura de Perspectiva en la Real Academia de San Fernando. Fue después alumno de diversos escultores de reconocido prestigio, como Pío Mollar y el propio Mariano Benlliure. En cuanto a su obra procesional, muy abundante, destacan dos grupos realizados para la Semana Santa de Orihuela, los de la Santa Cena y el Cristo de la Flagelación. También realizó en 1951 el apostolado completo de la Santa Cena de Huelva, que de esta forma completaba en un paso de misterio el Cristo del Amor, obra del onubense Antonio León Ortega, así como tres pasos para la provincia de Valencia: la Oración del Huerto de La Albaida; el Cristo de la Fe de Alcácer; y el Jesús Nazareno de Fuente La Higuera. También es autor de otras imágenes de carácter religioso, realizadas para diversas iglesias valencianas y alicantinas, así como también algunas esculturas de carácter civil, entre ellas el monumento dedicado en una plaza pública de Lima a la figura del conquistador del país, Francisco Pizarro. Sin embargo, una buena parte de su obra se encuentra en Picassent, localidad en donde vivió y falleció, en el año 2000. 





jueves, 22 de marzo de 2018

Una estirpe de cofrades e impresores: los Mariana y la hermandad del Paso del Huerto


        La Venerable Hermandad de Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto, que todavía desfila en la tarde del Jueves Santo, es una de las más antiguas de las que participan en la Semana Santa conquense. Aunque para algunos de los autores que han tratado superficialmente el tema, su antigüedad apenas debe remontarse hasta mediados del siglo XVIII, mi trabajo monográfico sobre la cofradía ha demostrado claramente la existencia de la hermandad, al menos, desde cien años antes, incorporada por entonces al poderoso Cabildo de la Vera Cruz, el cual, por otra parte, hunde sus raíces en el primer cuarto del siglo XVI. Sin embargo, la pérdida de todos sus fondos documentales anteriores a la Guerra Civil hace muy difícil el seguimiento cronológico de ese proceso histórico que terminó por convertirla en una hermandad independiente, aunque formando parte, eso sí, de la Archicofradía de Paz y Caridad precisamente en esos mismos años, o quizá un poco antes, en que trasladaba su residencia, desde la vieja ermita de San Roque, arrasada por las tropas francesas, hasta la de San Antón, o Virgen de la Luz, siguiendo los pasos del resto de hermandades que habían formado parte del cabildo de la Vera Cruz.

        Uno de esos aspectos es la “joya”, una delicada pieza de orfebrería que cada Jueves Santo porta en la procesión la imagen de Jesús. Está formada por un medallón de plata dorada, quizá del siglo XVIII o del XIX, rodeada por una delicada filigrana de plata de la escuela salmantina o de la Tierra de Campos, también del XIX. En una de sus caras aparece la imagen de Cristo en la Cruz, rodeado por tres santos mártires. En la otra cara se representa, en una composición vertical, las tres personas de la Santísima Trinidad, flanqueadas a la altura del Hijo por una Virgen coronada y San Miguel Arcángel. Dejando aparte ahora absurdas leyendas de apariciones míticas y ladrones arrepentidos, con las que ha sido atribuido el origen de la pieza en el inventario de la cofradía, diversos autores, siguiendo a Ángel Martínez Soriano, afirman que se trata de una donación realizada a la misma por un desconocido señor de Mariana, el mismo que, por otra parte, había donado la propia imagen titular de la hermandad.



        Conocemos los nombres de aquellas personas que ejercieron desde 1741 el cargo de secretario de la hermandad; en esa fecha se habían aprobado los nuevos estatutos, y quizá en esa misma fecha fue cuando se produjo la definitiva independencia de la hermandad respecto del cabildo matriz. No creo necesario nombrar los que ocuparon el cargo desde esa fecha hasta 1814; sólo serviría para acumular datos innecesarios de momento, alejándonos del tema real que nos ocupa y que ya adelanté en parte en la monografía que hice de la hermandad, confirmado después por nuevas referencias bibliográficas: el apellido Mariana; linaje que mantuvo este cargo en la hermandad durante casi setenta años. Es, por lo tanto, una buena parte de la historia más oscura de nuestra cofradía, y ahí radica la importancia de estudiar la personalidad de esta estirpe de origen levantino.

        Sin duda, la inexacta referencia alude más a este hecho, la dirección de la hermandad durante bastantes años por una familia de este apellido, que a una inexistente y apócrifa relación jurisdiccional. Era el año 1814 cuando Valentín Mariana sustituía como secretario de la Venerable Hermandad del Paso del Huerto a Calixto Calvo. Nada más es lo que sabemos sobre su personalidad, y sin embargo Fermín Caballero, en su estudio sobre la prensa conquense, publicado ya en 1869, decía lo siguiente: “Vino a rivalizar con ella (se está refiriendo a la imprenta establecida en la ciudad en 1801 por Fernando Antonio de la Madrid) otra de Valencia, que estableció en 1822 D. Valentín Mariana, más le duró poco a este desgraciado artista la residencia y la profesión en Cuenca. Habiéndose significado liberal, cosa entonces no común, y más chocante en un pueblo levítico, la reacción se cebó en él, y le hizo emigrar a su país en 1824, cerrándole la imprenta, so pretesto (sic) del mal uso que podía hacer de ella contra el Gobierno absoluto. No daban motivo a este rigor arbitrario las pocas impresiones del librero valenciano, en el breve período de su permanencia entre nosotros; más el hecho fue que la imprenta de Mariana quedó proscrita, sin que las gestiones de la familia, aún después de fallecido D. Valentín, alcanzarán habilitación para utilizar un capital parado, con graves perjuicios de sus dueños.”

         Dejando de lado algunas de las afirmaciones realizadas por el político conquense, un tanto inexactas como veremos, hay que incidir en lo que realmente aquí nos interesa: la seguridad de que estamos hablando de la misma persona. Aunque a primera vista los datos cronológicos no coinciden (no podía ser en ese caso nuestro personaje secretario de la hermandad en 1814, ocho años antes de su llegada a Cuenca según Caballero), más si tenemos en cuenta que permaneció en el cargo hasta 1826, dos años después, según esa misma fuente, de su marcha de la ciudad, todo nos hace pensar que el insigne político conquense cometió algunos errores de datación, sobre todo si tenemos en cuenta que los sucesores de Valentín Mariana al frente de la hermandad, coinciden también con los nombres de los que le sucedieron también como gerentes de la imprenta familiar, imprenta que fue restablecida en Cuenca algunos años después. Por otra parte, a partir de ese momento la precisión cronológica entre unos datos y otros es más exacta. Y como además no era raro en aquella época, marcada por un alto índice de analfabetismo, la sucesión de padres a hijos en un cargo de estas características es fácil suponer que en realidad la imposición del gobierno absolutista sobre Valentín Mariana consistió solamente, y ya es mucho, en el cierre del negocio durante casi diez años. En todo caso, el exilio, si acaso se produjo, no debió durar demasiado tiempo.

        En efecto, a Valentín Mariana le sucede como secretario Pedro Mariana. Y vemos lo que Fermín Caballero escribía asimismo sobre un impresor de este nombre establecido también en Cuenca: “Se engañaron, sin embargo, los que creyeron que la imprenta liberal no reaparecería en Cuenca. En 1833 se trasladaría aquí desde Valencia D. Pedro Mariana, hijo de D. Valentín, con una tipografía nueva que, mejorada y ampliada sucesivamente, reivindicó la memoria familiar, y es hoy una de las existentes (recordamos que estas palabras se escribían en 1869), dirigida por D. Manuel Mariana, hijo y nieto de los precedentes.” Sobre este Manuel Mariana hablaremos en su momento; ahora me interesa recalcar que fue precisamente en 1867 cuando sustituyó a su padre, tanto en la dirección de la imprenta como al frente de la hermandad. Esta coincidencia demuestra de manera clara otra vez que se tratan de las mismas personas, y que ambas sustituciones sólo pudieron deberse a un hecho lógico: el fallecimiento de don Pedro.

       Sobre el impresor Pedro Mariana nos da también algún dato Félix González Marzo, investigador de los procesos desamortizadores en la provincia de Cuenca. Según él, nuestro personaje especuló con la adquisición de algunos bienes desamortizados, en ocasiones solo y otras veces en compañía del abogado Julián de Mora, en los términos municipales de Motilla del Palancar y Chillarón, durante el período de Mendizábal (1836-1845), y en los de Cuenca, Arcos de la Cantera, Alcohujate y Palomera, ya en el período de Madoz (1855-1886). Y aquí vienen a colación otra vez ambas donaciones, la de la joya y la del propio paso. ¿Puede tratarse del mismo Pedro Mariana, y que de esta manera pretendía acallar su conciencia de especulador afortunado, como otros lo hicieron con fundaciones de carácter benéfico? No podemos decirlo con seguridad, pero la cantidad que habría ganado con la compraventa de los bienes desamortizados bien podría permitírselo.

        Ya hemos dicho que éste fue sucedido en el cargo por Manuel Mariana en 1867. Sabemos que aquel primer año de su mandato era además vicepresidente de la archicofradía de Paz y Caridad, pues como tal solicitaba en su nombre al obispado aclaración a dos puntos oscuros de las nuevas constituciones que habían sido aprobadas dos años antes. Nada más conocemos de su mandato al frente de la hermandad, hasta que en 1882 era sustituido en el cargo por Victoriano Sanz Castellanos. Por otra parte, en 1883 la imprenta que había heredado de su padre, y que hasta ese momento recibía su nombre, pasaba a denominarse de “Viuda de Mariana”, de lo que se desprende el motivo de su sustitución también al frente de la hermandad: su fallecimiento o, en todo caso, una grave enfermedad que terminaría por causarle la muerte apenas unos meses después.  Todo lo que podemos hacer sobre ello son meras especulaciones. Sí podemos afirmar, sin embargo, que, como periodista, había dirigido entre 1871 y 1873 el semanario “El Magisterio Conquense”, periódico de carácter educativo, como su propio nombre indica, hecho que les lleva a afirmar a Angel Luis López Villaverde y a Isidro Sánchez, estudiosos de la evolución de la prensa conquense en los últimos años, que su verdadera profesión era la de maestro.


        ¿Qué razones extrañas pudieron desencadenar que una estirpe de impresores y libreros como la de los Mariana, además de origen valenciano si hacemos caso de Fermín Caballero, ejercieran durante tantos años la secretaría de esta hermandad conquense? Hay que decir que quizá ese origen valenciano no fuera tan claro, pues hemos constatado la existencia de ese apellido en nuestra ciudad en tiempos anteriores a la instalación de la primera imprenta familiar. La pérdida aludida de los archivos nos impide afirmar nada en este sentido, aunque es fácil suponer que la citada donación de la imagen, en el caso de que ésta se produjera antes incluso del proceso desamortizador, no fuera ajena a ello. En el caso concreto que nos ocupa, el proceso cronológico ha podido seguirse a través de otras fuentes diferentes, ajenas a la propia hermandad. Pero otras muchas veces los estudiosos del pasado no tenemos tanta suerte. Muchos datos históricos de nuestras hermandades se han perdido para siempre, ya sea por culpa del desinterés que han mostrado las personas que han formado parte de las directivas, ya sea, por el contrario, debido a la mala costumbre que se ha tenido de considerar como un bien propio y particular la documentación, mucha o poca que por razón de su cargo ha ido cayendo en sus manos.

jueves, 15 de marzo de 2018

El origen de la Semana Santa: la procesión del Jueves Santo


En estas fechas próximas a la Semana Santa, es conveniente recordar todo lo que se ha mejorado en el conocimiento de la historia de eta celebración que ahora se asoma al calendario conquense. En efecto, las investigaciones realizadas en los últimos años han sacado a la luz nuevos datos que han venido a demostrar la falsedad de una gran cantidad de mitos que antes se daban por sabidos. Sin embargo, todavía en algunas publicaciones nuevas siguen repitiéndose esos mitos como si fueran historia, y eso es algo que no sólo sucede en la prensa, sino también en algunas guías actuales, y en otras publicaciones a cuyos autores se les supone que deberían estar al día de los nuevos descubrimientos realizados. Por ello, considero interesante todavía, en estos días previos a la Semana Santa de este año, seguir insistiendo en la falsedad de todos esos mitos. Vuelvo, por ello, a incidir en asuntos claramente demostrados, por mí o por otros investigadores que han tratado el tema. Insisto, por ello, en un asunto como el origen de la Semana Santa, muchas veces tratado ya por los historiadores, pero que sigue sin estar demasiado claro, parece ser, entre un sector, cada vez más minoritario, es cierto, de los nazarenos conquenses.

Muchas veces hemos oído decir, hemos leído en alguna publicación de las que, sin demasiado rigor, tratan estos temas, que los trinitarios rivalizaron con los agustinos en la organización de las primeras procesiones de Semana Santa, encargándose los primeros de la procesión del Jueves Santo y dejando a los segundos la de la madrugada del Viernes Santo. Sin embargo, no hay ninguna prueba documental de la participación de los trinitarios en este desfile procesional: es más, sabemos que ésta, ya desde sus inicios, se halla vinculada, como en otros desfiles similares que se repitieron por toda la geografía española, a los franciscanos. Cuando los franceses incendiaron la ermita de San Roque, es a la iglesia de San Esteban a donde son trasladadas sus imágenes, y es a ésta a donde el Ayuntamiento tiene que pedirla, para ser trasladadas con carácter definitivo, la ermita de Nuestra Señora del Puente, una vez inaugurado el patronato municipal de este templo. Su primera sede, la ermita de San Roque, había sido destruida durante la francesada, y ésta, como sabemos, e hallaba hasta ese momento frente al propio convento franciscano. El origen de este mito debió estar sin duda en un error, causado por el hecho, esta vez cierto, de que, en un principio, cuando empezaba a desarrollarse la procesión “Camino del Calvario”, ambas órdenes religiosas, agustinos y trinitarios, rivalizaron por la concesión de dicha organización, logrando los primeros su objetivo.

            Hasta hace no demasiado tiempos, por otra parte, había venido afirmando en repetidas ocasiones que la procesión del Jueves Santo no se remonta más allá de principios del siglo pasado o, como mucho, finales de la centuria anterior. Los últimos trabajos publicados demuestran que, por lo menos desde principios del siglo XVII ya se celebraba la procesión: en 1611 la hermandad de la Vera Cruz (que, por otra parte, ya existía desde el siglo anterior) denuncia a su prioste del año anterior, por una deuda contraída con ella por valor cercano a los veinte mil maravedíes, suma elevada para la época. Por otra parte, al menos desde los años sesenta de la centuria anterior, la hermandad era conocida como cabildo de la Vera Cruz y Misericordia, y en este sentido debemos decir que la mayor parte de las hermandades de la Vera Cruz en España - ¿y por qué no, aunque no existe, o al menos yo no he hallado, documentación que lo demuestre, también la nuestra? - eran de este tipo: hermandades penitenciales surgidas para las procesiones de Semana Santa.

Paso de Jesús Nazareno,
del antiguo cabildo de la Vera Cruz

            Otro asunto a tener en cuenta es el relacionado con el tan manido origen gremial de nuestras más antiguas hermandades. No es que las últimas investigaciones hayan demostrado por completo el carácter gremial, pero es que se ha hablado mucho de ello, y muy poco, o nada, de la trascendencia que las ordenes de religiosos regulares tuvieron en ellas. Ya lo hemos visto en lo referente a la procesión actualmente llamada “Camino del Calvario” y su organización por parte de los agustinos. Pero, además, la investigación ha dejado claro que la procesión del Jueves Santo la empezaron a organizar los frailes franciscanos. El punto de inflexión entre ambos aspectos, entre el carácter gremial y la organización franciscana, por lo que se refiere a la hermandad del Paso del Huerto se refiere, incorporada desde el siglo XVII, al menos, a la cofradía de la Vera Cruz y Sangre de Cristo, puede ser un documento de mediados del siglo XVI, al que hace referencia Antonio Pérez Valero pero sin citar las fuentes, según el cual los franciscanos solicitan al Ayuntamiento conquense la revisión del antiguo gremio de hortelanos y labradores para celebrar con solemnidad la procesión del Corpus. Sin embargo, no he podido hacerme con el documento en cuestión, por lo cual no conozco los términos exactos de dicha petición, que podrían clarificar mucho la historia de esta hermandad. En todo caso, el pretendido origen gremial, en muchas de esas hermandades, o en casi todas, es falso.

            Hasta aquí hemos hablado mucho de la hermandad de la Vera Cruz, la antigua, y es hora de clarificar conceptos. Como se ha dicho, la hermandad del Paso del Huerto, como las de Jesús Nazareno, Virgen Dolorosa, llamada actualmente Soledad del Puente y quizá en sus primeros años Nuestra Señora de la Misericordia, y Paso de la Caña, estaban incorporados desde antiguo a la cofradía de la Vera Cruz y Sangre de Cristo. Sin querer entrar en ningún tipo de polémicas con la actual hermandad de la Vera Cruz que actualmente desfila el Lunes Santo, creo oportuno tratar este asunto que, aunque en apariencia ajeno a nuestra hermandad, lateralmente sí nos ocupa. Los fundadores de la nueva cofradía, a la hora de pedir a la Junta de Cofradías autorización para incorporarse a los desfiles de Semana Santa, adujeron que su pretensión era recuperar una hermandad conquense que había existido desde tiempo inmemorial y que había desaparecido en los albores del siglo XIX.

Ello es sólo en parte cierto. Es cierto que un libro de la hermandad de la Vera Cruz, conservado en el Archivo Diocesano, se cierra en 1810 con la petición de que se autorizara la supresión de esta por falta de hermanos y de haberes. Pero también es cierto que las cuatro hermandades que formaban parte del cabildo matriz siguieron desempeñando, pese a todo, la tradición que les había mantenido unidas, organizando en conjunto la procesión del Jueves Santo, hasta crear, poco después, la Archicofradía de Paz y Caridad, a la cual se unirían otras hermandades en los siglos XIX y XX. Se trata, pues, de la misma hermandad, que, si acaso desapareció en 1810, como tal documento parece afirmar, lo hizo sólo de manera temporal y puramente coyuntural, debido sólo a la difícil situación económica en la que le había dejado la invasión francesa.

A todo lo dicho hasta ahora, se le vienen a sumar también otras consideraciones que creo bastante clarificadoras del papel jugado por la hermandad de la Vera Cruz en los orígenes de la Semana Santa, y de la coincidencia que existe entre ésta y la actual archicofradía de Paz y Caridad:

            - En toda España, salvo muy raras excepciones, que lo hacían el Viernes Santo, las hermandades de la Vera Cruz desfilaban el Jueves Santo. En Cuenca también.

            - Aquellos que pretenden que pueda tratarse de dos institutos diferentes, aducen que en Cuenca había diferentes hermandades de la Vera Cruz, lo que no es cierto. El resto de las hermandades que tratan de venerar al sagrado instrumento del martirio de Cristo, que es cierto que abundan en casi todas las parroquias de la ciudad, no se denominan nunca de la Vera Cruz, sino de la Santa Cruz; el matiz es en sí mismo importante. Por otra parte, en sus listas de hermanos aparecen apellidos vinculados, en ese momento y en los años siguientes, a las hermandades de la Caña y del Paso del Huerto. Un estudio histórico de las otras dos hermandades que componían la cofradía proporcionar seguramente repetidos asimismo en este documento.

            -Es cierto que nada se dice en el documento sobre procesión del Jueves Santo, ni se menciona a las hermandades que formaban parte del cabildo. Sin embargo, todos sabemos que desde el siglo XVII, el propio cabildo había pasado por agudas fases de crisis, y no conocemos hasta qué punto éstas pudieron haberle afectado. Por otra parte, sabemos que, en muchas ocasiones, las actas no reflejan toda la historia de una hermandad. Si en el libro del Archivo Diocesano hubieran aparecido otro tipo de documentos, como las constituciones, su estudio hubiera sido sin duda más completo.

            Siempre hemos dicho que Cuenca es diferente, que nuestras procesiones son distintas a todas las demás, y de tanto gritarlo hemos llegado a creérnoslo. Sin embargo, los desfiles penitenciales de Semana Santa tienen en toda España, incluso fuera de ella, origen y procesos históricos semejantes. Si en algo somos diferentes, es en realidad en el paisaje, natural y urbano, pero eso es algo que está fuera de toda consideración científica. Aprendamos, pues, de lo que otros historiadores con más experiencia que nosotros ya conocen. Ello no quiere decir que debamos creer “a pies juntillas”, todo lo que ellos puedan decirnos: hay cosas que sólo son válidas para sus procesiones, y otros detalles que sí pueden ser propios de nosotros (sólo detalles). Pero será cuando nuestras procesiones hayan sido investigadas de verdad cuando llegaremos a conocer de verdad nuestro pasado.
Paso de la Virgen de la Soledad, 
del antiguo cabildo de la Vera Cruz

viernes, 9 de marzo de 2018

Las Hijas de la Caridad en Cuenca


San Vicente de Paúl fue un sacerdote francés (aunque una teoría también lo hace natural de un pequeño pueblo oscense de la comarca de Litera), que vivió mayoritariamente en la primera mitad del siglo XVII, y fundó las Conferencias de la Caridad, germen de lo que después sería la orden sacerdotal que todavía lleva su nombre, con el fin de mejorar las condiciones en las que vivían los campesinos en el país vecino. La orden había sido fundada en 1625, siendo aprobada en 1632 por el Papa, Urbano VII. Al poco tiempo de su creación, la orden se había extendido ya por toda Francia, en el marco de las luchas de religión con los hugonotes. A mediados de siglo ya se había extendido también por Italia, Irlanda, Escocia y Polonia, y en 1648, el instituto Propaganda Fide, institución que se encargaba de la difusión de la fe y las misiones por todo el mundo, les encomendó las misiones establecidas en la isla de Madagascar; en los años siguientes, esas misiones africanas se extenderían también por otras regiones, en todos los continentes. Los primeros sacerdotes paúles llegaron a España en 1704, veinticinco años antes de que Benedicto XIII beatificara a su fundador, y treinta y tres años antes de la definitiva canonización de éste, por decisión del Papa Clemente XII.

Mientras tanto, Santa Luisa de Marillac, quien también había nacido en Francia, en París, en 1591, en el seno de una familia nobiliaria (su padre era señor de Ferreres-in-Brie y de Villiers-Adam, en la región de Auvernia), fundó la rama femenina de la orden, las Hijas de la Caridad. Mientras los padres paúles abogaban por la misión y por la mejoría de las condiciones de vida de los aldeanos, las Hijas de la Caridad trabajaron desde el primer momento de su fundación, en cuerpo y alma, por la beneficencia, atendiendo a los pobres y enfermos, y especialmente a las mujeres, más desvalidas que los hombres en aquella sociedad del Antiguo Régimen. La rama femenina también se expandió muy pronto, de manera que cuando falleció la fundadora, en 1660, ya existían más de cuarenta casas de la orden, repartidas por todo el país, y poco tiempo antes de que estallara la Revolución Francesa, el número de fundaciones de la orden había pasado ya de cuatrocientas sólo en Francia, existiendo además veinte casas de la orden en Polonia. En 1790 se fundó la primera casa en España, y a principios del siglo XIX se había extendido también por Suiza, y por Italia. En los años siguientes se su[1]cedieron nuevas fundaciones en Austria, Hungría, Alemania, Portugal, Irlanda, Grecia y Estados Unidos.

En Cuenca, los sacerdotes paúles se establecieron a finales del siglo XIX en el antiguo convento de San Pablo, de dominicos, y desde muy pronto establecieron aquí un seminario para los teólogos de la orden. Pero fue la rama femenina de la orden, las Hijas de la Caridad, las que e adelantaron en su respectiva fundación caritativa, como lo demuestra un documento fechado en 1848 que se encuentra en el Archivo Histórico Provincial de Cuenca. En efecto, el 1 de mayo de ese año, el alcalde corregidor de Cuenca, y como tal presidente a la vez de la junta provincial de beneficencia, Francisco Lorente, firmaba ante el escribano público Isidoro de Escobar, un poder a favor del canónigo Antonio Gutiérrez Valdés, que en ese momento era el administrador de la casa de beneficencia de la ciudad. Se trataba de aprovechar la permanencia accidental del sacerdote en Madrid para que éste pudiera “en su nombre, y representando sus derechos y acciones, proceder inmediatamente con el señor director del noviciado establecido en dicha corte, al otorgamiento legal y solemne de la escritura de fundación de la indicada comunidad de cinco Hijas de la Caridad en la Casa de Misericordia o Beneficencia y expósitos.”

La Casa de la Beneficencia conquense era en ese momento la unión de dos antiguas fundaciones benéficas de la Iglesia conquense: la Casa de Recogidas, fundada por el obispo de Cuenca, Sebastián Flores Pabón, en 1776, y la Casa de Misericordia, fundada en 1784 por Antonio Palafox cuando todavía era arcediano de Cuenca, y en aquella época había pasado ya a ser regentada por la junta provincial de beneficencia, dependiendo así de la Diputación Provincial, por decisión de la política liberal, aunque, como hemos visto, su administrador era un miembro del sector eclesiástico. En el documento se hace referencia a ciertas condiciones y estipulaciones por las que se debía regular la incorporación de las hermanas de la Caridad al centro conquense, condiciones que, sin embargo, no se incluyen en el documento.


Desde luego, la presencia de las hermanas en la ciudad del Júcar no debió alargarse ya demasiado en el tiempo. Existe entre los protocolos del mismo notario, Isidoro de Escobar, un convenio firmado entre el administrador del Hospital de Santiago de Cuenca, Doroteo Enríquez, y la directora de la casa de la beneficencia, que al mismo tiempo era la superiora de la comunidad de las Hijas de la Caridad, la hermana Petra Jerez[2], documento que demuestra dos cosas: por un lado, que las gestiones realizadas por Antonio Gutiérrez habían tenido éxito; y por el otro, que la administración del principal centro asistencial que existía en ese momento en Cuenca, la Casa de la Misericordia, había pasado a depender ya directamente de la comunidad de religiosas. Por otra parte, también demuestra que desde algún tiempo antes, el Hospital de Santiago tenía la obligación de reservar a su costa seis camas todos los días, con el fin de que pudieran ser asistidos en el centro los enfermos que estaban acogidos en la Casa de Beneficencia. Por otra parte, el hospital había sido fundado poco tiempo después de la conquista de Cuenca, a partir de una donación que el propio Alfonso VIII había hecho a los caballeros de la orden como recompensa a la ayuda que ellos le habían prestado durante la conquista de la ciudad. Los motivos originarios de la fundación estaban relacionados con la redención de cautivos, pero conforme la frontera con los musulmanes se fue alejando de tierras conquenses, el edificio se reconvirtió en como centro asistencial para enfermos pobres, y también, por lo menos desde el siglo XIX, como hospital militar.

El documento está fechado el 13 de abril de 1852. Poco tiempo antes, el administrador del hospital de Santiago había solicitado de la junta de beneficencia que se anulase la obligación aludida, debido a la difícil situación económica en la que el centro se encontraba en aquel momento. Sin embargo, la junta provincial de beneficencia, y en representación de ésta, la administradora de la Casa de Beneficencia, la citada hermana Petra Jerez, se negaba a ceder en sus derechos adquiridos: “Enterada esta junta provincial de beneficencia de la exposición de V.S., solicitando que en atención al estado aflictivo y decadencia en que se halla este hospital, se le releve de la obligación de sostener diariamente seis camas para el servicio de los individuos enfermos de la casa de beneficencia, tomándola con la debida consideración, ha acordado decir a V. que si bien conoce con sentimiento los apuros en que se halla el referido hospital, no le es posible ceder sus derechos que tiene la casa de beneficencia en dicho establecimiento.”

Sin embargo, y a pesar de esta negativa, la hermana reconoció que era justo recompensar de alguna manera el derecho adquirido, y contribuir así a paliar la difícil situación económica en la que se encontraba el hospital. Por ello, aprobó que éste fuera satisfecho con la cantidad de tres reales diarios por el uso de esas seis camas durante todo el tiempo en el que permaneciera ingresado en el mismo alguno de los enfermos procedentes de la casa de beneficencia; esta retribución de tres reales diarios se haría durante todo el tiempo  en que se mantuvieran las penurias económicas en las arcas del hospital. Además, también se acordaba que el pago se haría por semestres “o como mejor convenga a las necesidades del referido hospital de Santiago de Cuenca”, según se menciona en una de las estipulaciones del documento. Desde luego se trata del más remoto antecedente directo que tenemos sobre el posterior establecimiento de la orden, las Hijas de la Caridad, en el propio hospital de Santiago, donde todavía regentan, como sabemos, un centro de asistencia a personas enfermas y ancianos, y un colegio concertado de educación primaria.

En 1857, según datos recogidos por el canónigo Trifón Muñoz y Soliva en su episcopologio conquense, estaban acogidos en la Casa de Beneficencia de Cuenca un total de 205 varones y 155 mujeres.




[2] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. Legajo P-2177.

jueves, 1 de marzo de 2018

El juego del poder: conquenses en la corte de Enrique IV y los Reyes Católicos


Teniendo en cuenta la situación actual en la que se encuentra la ciudad y la provincia de Cuenca, sometidas ambas a un olvido y a una depresión injustificadas por parte incluso de algunos de sus vecinos, no podemos olvidarnos de otros periodos de la historia en los que los territorios que hoy componen la provincia eran de los más importantes de Castilla, lo que es lo mismo que decir que eran de los más importantes de toda la península ibérica. Y es que, sobre todo a lo largo del siglo XV y la primera mitad de la centuria siguiente, el obispado de Cuenca era uno de los más ricos de todo el reino, incluso que alguno de los arzobispados, lo que significó que la capital se convirtiera en un foco de atracción de artistas, también de banqueros, que transformaron la ciudad en una urbe de cierta importancia. Eso hizo también que algunos conquenses, miembros de familias nobiliarias, alcanzaran puestos de importancia en la corte.

            El proceso se había iniciado ya en el siglo anterior, cuando personajes de gran influencia como el futuro cardenal Gil de Albornoz, arzobispo de Toledo, llegó a poner contra las cuerdas a Pedro I, el último monarca de la casa de Borgoña, en el asunto venial de sus amores con María de Padilla y la defenestración que el monarca había hecho de la reina, doña Blanca de Borbón, y sobre todo en el asunto, más importante en la política, de su enfrentamiento con su hermanastro Enrique de Trastámara, que desembocaría en la guerra civil que dejó en el poder a esta nueva dinastía. Y siguió durante la primera mitad del “cuatrochento”, con figuras como Álvaro de Luna, condestable de Castilla que había nacido en Cañete, maestre también de la orden de Santiago y valido del rey Juan II, que sin embargo pagó su ambición desmedida: acusado por la envidia del resto de los nobles, fue ejecutado en Valladolid por orden del rey en el mes de junio de 1453. Por su parte Lope de Barrientos, que fue obispo de Cuenca entre 1444 y 1469, había ejercido también cargos importantes en la corte antes de su nombramiento como tal, y seguiría haciéndolo en los primeros años del reinado de Enrique IV. Sustituyó a Álvaro de Luna en el gobierno de Castilla cuando éste cayó en desgracia. No era de Cuenca, pero había sido enviado a la ciudad con el fin de controlar a los levantiscos nobles conquenses, especialmente a los Hurtado de Mendoza, señores de Cañete y guardias mayores de la mismad.

            Pero sería durante el reinado de Enrique IV, y sobre todo en el marco de su enfrentamiento, primero con el príncipe Alfonso de Ávila y después con su otra hermana, la futura Isabel “la Católica”, cuando algunos conquenses brillaron sobremanera en los dos bandos de la nueva guerra civil. En efecto, los linajes nobiliarios de Cuenca y su provincia, los Hurtado de Mendoza, los Carrillo, los Villena, los Acuña,… todos ellos van a participar de forma activa en esa difícil partida de ajedrez en la que se había convertido la política castellana. Tello Fernández de Anguix, de Buendía, fue árbitro de la elección del nuevo rey de Navarra, votando en el conflicto por su incorporación al reino de Castilla. Juan Hurtado de Mendoza fue montero mayor de Enrique IV, quien premió sus servicios con el marquesado de Cañete. Miguel Lucas de Iranzo, de Belmonte, fue condestable de Castilla en tiempos de este rey, y como su antecesor en el cargo, el ya citado Luna, tuvo que retirarse de la política por la animadversión del resto de los nobles, en este caso, por la del portugués Beltrán de la Cueva y de su paisano, el marqués de Villena.

Pero de todos ellos destacan sobre todo cuatro personajes, cuatro conquenses que también iniciaron su carrera política en la corte del mismo Enrique IV, y que después, durante los años difíciles de la guerra civil, bien desde el bando de éste o desde el bando de Alfonso y de Isabel, o bien, en algún caso, jugando a las dos caras de la moneda, determinaron con su actuación el curso de la historia. Pedro Carrillo de Acuña había nacido en la capital de la provincia o en Buendía, villa que por entonces formaba parte del señorío de su padre, Lope Vázquez de Acuña, en la primera mitad del siglo XV, y a partir de 1447, a la muerte de éste, él mismo se convertiría en el nuevo dueño del pueblo alcarreño. Descendía éste de una familia noble portuguesa (los Cunha, reconvertidos en Acuña al pasar al servicio del rey de Castilla). El abuelo, Vasco Martínez de Cunha, era uno de los líderes de la facción legitimista que, a finales de la centuria anterior, tras el fallecimiento del rey Fernando I, había apoyado a los infantes portugueses, Dionisio y Juan, en el conflicto que ambos tuvieron con su hermanastro, Juan de Avis. La victoria de éste había dejado en situación difícil al abuelo de nuestro protagonista, y aunque en un primer momento éste se mantuvo fiel al nuevo monarca, con el que participó incluso en la batalla de Aljubarrota, tres de sus hijos se verían obligados en 1397 a exiliarse en Castilla, pasando entonces al servicio de Enrique III.

Así, el monarca Trastámara premiaría los servicios de los hermanos Acuña con diversos señoríos, entre ellos los que Buendía (Cuenca) y Azañón (Guadalajara), que fueron entregados a Lope en los primeros años del siglo siguiente. Y desde Buendía, Lope pasó muy pronto a la capital de la provincia, donde ejerció los cargos de alcalde, almotacén y caballero de la sierra, y donde contrajo matrimonio con Urraca Carrillo de Albornoz, hija de Gómez Carrillo de Albornoz, que a su vez era descendiente de uno de los linajes más antiguos de la ciudad del Júcar, los Albornoz, por medio de su madre, Urraca Álvarez de Albornoz, señor éste de los pueblos de Portilla y Valdejudíos, e hija a su vez de un sobrino del cardenal, Alvar García de Albornoz “el Mozo”.

Volviendo a la figura de su hijo primogénito, Pedro Vázquez de Acuña, éste ocupó diversos cargos cortesanos durante el reinado de Juan II y de su hijo, Enrique IV. Apoyó a su sobrino, Álvaro de Luna (su padre, Álvaro Martínez de Luna, era hijo de Teresa de Albornoz, hija también de Alvar García de Albornoz) en su enfrentamiento con los infantes de Aragón, y en 1439 había sido nombrado embajador de la corte navarra en el asunto relativo al matrimonio del futuro Enrique IV con la infanta Blanca de Navarra. Y cuando aquél accedió al trono, en 1454, le apoyó primero, aunque después pasaría a ser uno de los principales dirigentes de la liga de nobles que pretendía la coronación de su hermano, el príncipe Alfonso de Ávila. Por este motivo, participó activamente en la llamada “farsa de Ávila”, en la que el rey, o una efigie del rey, fue despojada visiblemente de todos sus emblemas reales. Y muerto el príncipe, pasó también a liderar el partido de su otra hermana, Isabel. Por todo ello fue premiado con el condado de Buendía, primero por el propio Alfonso, en 1465, y después de su muerte, acaecida tres años después, el título sería otra vez ratificado por los Reyes Católicos a favor de su primogénito, otro Lope Vázquez de Acuña, en 1475.

Alonso Carrillo de Albornoz era también hijo de Lope Vázquez de Acuña, aunque como segundón de la familia, siguió la carrera eclesiástica, en la que también llegó a ocupar puestos de importancia. Sin embargo, no por ello abandonó las intrigas palaciegas, en las que tan bien se movía su hermano Pedro, sobre todo a partir de 1435, cuando fue nombrado arzobispo de Toledo, sede a la que había llegado desde el obispado de Sigüenza. Fue durante algunos años gobernador general del reino, y ministro de Enrique IV, aunque ante la difícil situación en la que se encontraba la monarquía, siguió a su hermano, primero cuando éste se afilió al partido de Alfonso, y después cuando siguió a Isabel, de cuyo matrimonio con Fernando de Aragón fue el gran valedor. En la “farsa de Ávila” fue el encargado de quitar la corona real de la cabeza de la efigie que representaba al rey Enrique. Sin embargo, durante la guerra civil que tras la muerte de Enrique IV mantuvo la reina Isabel con Juana “la Beltraneja”, se pasó al partido de ésta última, celoso del poder que con la reina había alcanzado el arzobispo de Sevilla, Pedro González de Mendoza. Mantuvo su enemistad con la reina hasta 1478, algunos años después de la derrota del partido portugués.
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"La farsa de Ávila". Antonio Pérez Rubio. Museo de Arte Moderno
Tan levantisco e intrigante como el prelado conquense, y mucho más tornadizo que éste, fue Juan Pacheco, convertido en primer marqués de Villena por decisión de Enrique IV, de quien el de Belmonte había sido doncel durante sus años juveniles, y más tarde valido. Ya en los tiempos de Juan II había jugado a dos bandas con los nobles y con el propio rey, en el conflicto que aquellos tuvieron con Álvaro de Luna, antiguo aliado suyo (él había sido quien había introducido en la corte al joven Juan Pacheco), y después mortal enemigo suyo. Más tarde, los servicios que había realizado al monarca desde su entrada en palacio no fueron óbice para que, como otros nobles del reino, empezara a conspirar contra él, habiendo sido uno de los valedores de que Enrique llegara a nombrar a su hermana Isabel como heredera al trono, por la firma del tratado de los Toros de Guisando. Fracasó, sin embargo, en la maniobra de casar a ésta con el rey Alfonso de Portugal (cuñado del monarca, al ser hermano de la segunda esposa de éste, Juana de Avis), lo que le llevó a convencer al monarca de que cambiara otra vez el testamento, nombrando como sucesora a su supuesta hija Juana que según las malas lenguas su esposa había tenido con uno de sus validos, Beltrán de la Cueva, destituyendo de esta forma a Isabel y abandonando otra vez el partido de ésta.

Y si intrigantes y advenedizos habían sido el marqués y el prelado, la fidelidad fue siempre la enseña de nuestro cuarto protagonista, Andrés de Cabrera. Éste había nacido en Cuenca en 1430, hijo de Pedro López de Jibara, uno de los alcaldes de la ciudad. Fue el propio marqués de Villena, amigo de su padre, quien le introdujo en la corte, como doncel al servicio del infante don Enrique, el mismo cargo que él había ostentado con anterioridad. Por ello, una de las primeras cosas que hizo el nuevo monarca al ascender al trono fue encomendarle la tesorería de la casa real. Al contrario que la mayor parte de los nobles, Cabrera fue siempre fiel a Enrique mientras el rey vivió, y con la ayuda de su esposa Beatriz de Bobadilla, camarera de Isabel y siempre fiel a la reina, hecho por el que los esposos se vieron obligados a vivir separados durante gran parte de su matrimonio, consiguió que ambos hermanos se reconciliaran definitivamente. Muerto Enrique, y habiéndose reavivado la guerra civil entre los partidarios de Isabel y los de Juana, Cabrera puso todos los tesoros reales en las manos de aquélla, lo que facilitó en gran manera su victoria definitiva. Por todo ello, los Reyes Católicos premiaron su compromiso activo con el marquesado de Moya.
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"Muerte de Isabel la Católica". Eduardo Rosales. Museo del Prado
Cuatro conquenses que marcaron, en la segunda mitad del siglo XV, los destinos de Castila, incluso los destinos del conjunto de España, como ejemplificaría el obispo Carrillo, al intrigar, incluso con el Papa, para conseguir la boda de los dos herederos, transformando así el curso de la historia y logrando por fin la unidad de casi toda la península. Lo mismo, pero en sentido contrario, habría que decir de otro de los conquenses de aquella centuria, Pedro Girón. Éste había nacido también en Belmonte como su hermano, el futuro marqués de Villena, y también pertenecía a la familia de los Vázquez de Acuña (su padre, Alfonso Téllez Girón y Vázquez de Acuña, primer conde de Valencia de Don Juan era a su vez hijo de Martín Vázquez de Acuña, otro de los hijos de Vasco Martínez de Acuña que habían pasado desde Portugal al servicio de Enrique IV de Castilla. Consejero de Juan II y de Enrique IV, notario mayor de Castilla, capitán general de la frontera de Andalucía, intrigó con su hermano en la corte, hasta el punto de conseguir del rey la promesa de matrimonio con su propia hermana Isabel cuando ella era todavía casi una niña. Pero falleció en Villarrubia de los Ojos el 2 de mayo de 1466, cuando se dirigía a Madrid para contraer un matrimonio desigual que, no cabe duda, habría cambiado el curso dela historia de haber llegado a producirse.

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