lunes, 29 de enero de 2018

Las dos caras de una misma moneda conquense en la evangelización de América


En 1986, el director de cine inglés Roland Joffe dirigió la película “La misión”, protagonizada por Robert de Niro y Jeremy Irons, entre algunos otros de los grandes actores del Hollywood de la época y de los que nacieron de la brillante escuela de teatro de Reino Unido. Aquel año, la película ganó algunos de los más importantes premios cinematográficos, y entre ellos, la Palma de Oro en el festival de Cannes, al tiempo que su director era candidato al Oscar en su categoría, premio que la película sí lograría obtener en la de mejor fotografía; los fantásticos paisajes de las cataratas del Iguazú, en los que fue rodada, debieron primar también en la decisión del jurado, además del excelente trabajo realizado en este sentido por el cineasta, también inglés, Cris Menges. Y al año siguiente, obtuvo también sendos Globos de Oro, en las categorías de mejor música y mejor guión, en las personas de Ennio Morricone y Robert Balt respectivamente.

            La historicidad de la película está fuera de toda duda. El argumento está basado en las antiguas reducciones que los jesuitas fueron creando durante los siglos XVII y XVIII en los territorios del virreinato español de La Plata, en las selvas fronterizas entre los dos imperios, España y Portugal, precisamente entre lo que hoy es Paraguay y Brasil. En este sentido, la película trata un periodo concreto de la historia de esas reducciones, la que siguió al Tratado de Madrid de 1750 que firmaron del reyes de España y Portugal, Fernando VI y Juan V, con el fin de definir los límites exactos entre sus respectivas colonias en América del Sur, y las consecuencias políticas y sociales que el tratado tuvo entre las poblaciones guaraníes que habitaban aquellos territorios. De acuerdo a ese tratado, Portugal entregaba a España la colonia de Sacramento, en el suroeste de Uruguay, y recibía a cambio los territorios bañados por los ríos Ibicuy, Guaporé y Japurú, en los territorios próximos a Iguazú, precisamente las mismas tierras en las que las misiones de los jesuitas habían ido desarrollando en las últimas décadas una importante labor educativa y misionera entre los propios guaraníes.

            Pero además, se aprecia en la película un segundo problema de fondo: el de los propios jesuitas y su cuarto voto, el voto de obediencia al Papa de Roma, que hacía que estos fueran vistos en muchos países como un estado dentro del propio Estado, y que fue uno de los motivos que provocarían en los años siguientes la expulsión de la orden en casi todos los países europeos, empezando por Portugal en 1759, y siguiendo ocho años más tarde por España. Los jesuitas también habían sido expulsados en 1762 de Francia, y hasta el propio Papa, Clemente XIV, presionado por la mayor parte de las cortes católicas europeas, llegaría a disolver temporalmente la compañía en 1773, por el breve “Dominus ac Redemptor”. Pero incluso antes de todo esto, ya en 1754, cinco años antes de que lo fuera en su metrópoli, y precisamente en el mismo arco temporal en el que se desarrolla la película, los jesuitas habían sido ya expulsados de Brasil, como una de las consecuencias más tempranas del tratado.

            Uno de los personajes destacados es el capitán Rodrigo Mendoza, que interpreta Robert de Niro. Se trata de un peligroso traficante de esclavos que está enamorado de la misma mujer a la que ama su hermano, al que mata durante un duelo nocturno en las calles embarradas de Asunción, una de las ciudades más importantes de la colonia. Arrepentido, busca entonces refugio en una de esas misiones jesuíticas que se hallaban en las tierras más arriba de las cataratas, donde encuentra la paz de su conciencia a través del perdón de los propios guaraníes a los que antes había perseguido. Y donde decide, él también, hacerse jesuita. Es la misma historia que trasciende en muchas leyendas, y también en algunas leyendas conquenses (los hermanos que se enfrentan bajo el Cristo del Pasadizo; los hermanos que viven en una casa de hidalgos cerca de la Puerta de Valencia, los hermanos que protagonizan la leyenda de la Piedra del Caballo,…); dos hermanos que se enfrentan por el amor de una misma mujer, enfrentamiento que irremediablemente provoca la muerte de uno de ellos y la huida del otro, del matador, a América o a los tercios de Flandes. La misma historia que trasciende también en la fgigura de Antón Martín (aunque en este caso falte la fcontrapartida del hermano), acostumbrado a vivir en una vida de vino, mujeres y violencia en las calles de Granada hasta que conoce a San Juan de Dios y pasa a convertirse en su principal valedor en la orden hospitalaria fundada por él. A partir de entonces, este conquense (había nacido en Mira, en la parte más oriental de la provincia) ya no se separaría del santo hospitalario, y fue precisamente el que fundaría el hospital que la orden tuvo en Madrid, en la plaza que todavía lleva su nombre.

            Mendoza se enfrenta a los dos gobernadores, al español y al portugués, que en esos momentos se encuentran en Asunción con el delegado del Papa, enviado por éste para determinar a quién le corresponden las tierras de misión. El antiguo capitán afirma que, a pesar de prohibirlo las leyes, en las tierras españolas también existe la esclavitud; en Portugal, no era necesario siquiera incumplir las leyes, porque la trata de indios estaba legalizada desde siempre. Mendoza lo sabía en carne propia, por su propio pasado como traficante de esclavos. También la historia sabe que ese tráfico existía, y que es la parte negativa de esa hispanización del continente que, sin embargo, pesa menos en la balanza que la enorme labor realizada allí por los españoles, y entre ellos, quizá por encima de todo, los misioneros jesuitas y franciscanos.



En efecto, también esa parte negativa existía, como lo demuestra la historia de un conquense, completamente desconocido entre la mayoría de los conquenses de hoy en día. Una historia dolorosa, es cierto, pero que también debe conocerse si queremos tener una visión completa de lo que fue ese proceso histórico al que hemos llamado hispanización del continente americano. Su nombre completo era Gabriel Villalobos de la Plaza, y había nacido el 31 de octubre de 1646 en el pueblo manchego de Al­mendros. Poco es lo que sabe de él durante los años infantiles y juveniles. Reco­rrió prácticamente toda América, principalmente las zonas del Caribe y Vene­zuela. En Cuba fue capataz de negros en una plantación que se dedicaba a cortar caña de azú­car. Más tarde fue soldado y contrabandista. En aque­llos años, todas las islas del Caribe se hallaban plagadas de piratas europeos, princi­palmente ingleses y holan­deses, que protegidos por sus reyes respectivos, sem­braban el terror entre los comerciantes españoles.
En 1675 fue reclamado a Madrid con el fin de alejarle de las tierras americanas. Allí fue nombrado, durante un breve periodo de tiempos, privado de María de Austria, madre de Carlos II, y regente durante la minaría de edad de su hijo. Valiéndose de los oprofundos conocimientos que había adquirido en América entró a formar parte del Consejo de Indias, órgano en el que, gracias sólo a su astucia, logró alcanzar un elevado cargo. Para ello no tuvo inconveniente en enviar al rey un gran número de informes y de memorias, algunos de ellos falsos. De los miosmos destacan la "Descripción general de todos los dominios de América"  las "Proposiciones sobre los abusos de las Indias".
 Un altercado con el donde de Medellín obligó al presidente del Consejo a trasladar a nuestro paisano a Lisboa, pero al poco tiempo, temiéndose en Madrid su espíritu revoltoso, y con el fin de poder ser controlado en la cercanía, fue reclamado de nuevo a la capital de reino. El cebo para lograr su regreso fue en esta ocasión los títulos de marqués de Baniras y de Guanaure, en Venezuela. Así mismo, se le dio el empleo de contador real de la provincia de Maracaibo, si bien hubo que buscar una persona que le sustituyera en la práctica en el desempeño de dicho servicio. Por aquel entonces, ya había conseguido ingresar en la orden de Santiago.
En el año 1688, descubiertas sus numerosas intrigas, fue desterrado a Cádiz. Más tarde, habiendo Villalobos interrumpido el destierra, fue detenido y preso en su misma casa. Pasó algún tiempo en las celdas del castillo de Santa Catalina, y más tarde, en las de Orán. El 8 de febrero de 1696, ya casi ciego y envejecido prematuramente, logró escaparse de la cárcel de Orán y refugiarse en Argel. Hacía ya veinte años que había abandonado América, pero aunque no había vuelto al nuevo continente, toda su vida, hasta el día de su muerte, ocurrida poco tiempo después, estuvo de alguna manera vinculada a él. El historiador Fernández Duro, en su "Historia de la Armada española", dice de nuestro personaje: "Quiso Gabriel de Villalobos mostrar en los papeles presentados el retrato  moral de las Indias, haciendo resaltar sus censuras, la codicia y la prevaricación e las autoridades, así militares como políticas, administrativas y eclesiásticas, influenciado sin duda por el ejemplo del padre Casas, cuyos impulsos sigue, con citas y reminiscencias del famosos libelo. " No cabe duda que nuestro paisano supo, por propia experiencia, cuáles eran los problemas y los abusos de las Indias.


           
           Villalobos no se arrepintió ni se hizo jesuita, como el protagonista de la película. Por eso, si queremos tener la visión completa del proceso, no podemos dejar de lado la figura de todos esos jesuitas, de todos esos padres Gabriel, el personaje interpretado por Jeremy Irons, que abandonaron una cómoda vida en la península para misionar las difíciles tierras americanas, donde algunos de ellos incluso llegaron a encontrar la muerte. Otro conquense, también olvidado durante mucho tiempo y ahora elevado a los altares, representa a ese padre Gabriel de la película. O quizá representa mejor a ese otro jesuita anónimo que aparece al principio de la misma, amarrado a una cruz que es arrastrada por la corriente de uno de esos ríos turbulentos de la selva, hasta precipitarse por la gran catarata. Como ese jesuita, San Juan del Castillo fue martirizado por esos mismos guaraníes a los que había ido a misionar.

            Hijo del corregidor de su pueblo natal, Belmonte, Alonso Castillo, y de María Rodríguez, dama castellana de rancia nobleza, nació el 29 de septiembre de 1595, siendo el primero de diez hermanos. Fue bautizado el mismo día de su nacimiento, en la colegiata de San Bartolomé, y nueve años más tarde fue confirmado por el obispo Andrés Pacheco, durante una visita pastoral del prelado a Belmonte. Sus años de estudiante los pasa entre Belmonte, Alcalá de Henares, Madrid y Huete. En el colegio que la Compañía de Jesús tenía en su pueblo natal fue alumno de Diego de Boroa, con quien más tarde volvería a encontrarse en las reducciones de indios de Paraguay. En la universidad de Alcalá estudió leyes durante un año, pero cansado de la bulliciosa vida estudiantil, marchó a Madrid, donde hizo en 1614 el novi­ciado en la Compañía. Por fin llegó al colegio jesuítico de Huete, donde estudió filosofía.
         Dos años más tarde aún permanecía en la villa alcarreña, cuando pasó por allí el padre Juan de Viana, procurador de la compañía en la provincia de Paraguay. Animado por lo que él le contabas, Juan del Castillo decidió marcharse a misionar las tierras paraguayas, más peligrosas y necesitadas que las otras de Perú, lugar a donde ita a ser destinado. Pronto desembarcó en el puerto de Buenos aires. Fue destinado al colegio que la compañía tenía en la ciudad argentina de Córdoba, donde estudió teología y aprendió a hablar guaraní. Allí se encontró con su paisano Francisco Vázquez, jesuita como él, que en 16+29 llegó a ser provincial de su orden en aquellas tierras lejanas. Dos años más tarde estuvo en el colegio de la Concepción, en Chile, donde enseño gramática a los hijos de los hombres más destacados de la región. Según sus superiores, era ya un hombre "de buen juicio, buena prudencia, experiencia mediana y de natural colérico."
          El 16 de diciembre de 1626, Juan del Castillo cantó su primera msa, y muy pronto fue enviado a su primer destino propiamente misionero: la reducción de San Nicolás, donde mejoró su guaraní. Como han visto los especialistas, las reducciones de indios formaban una de las sociedades más avanzadas e igualitarias de la época. Administradas por los propios indígenas en lo que a los cargos políticos y civiles se refiere, contaban con dos misioneros para las labores educativas y cristianizadoras, de los cuales uno hacía las funciones de párroco y el otro las del coadjutor ayudante. Otro aspecto importante de las recucciones es el musical. Según el padre Cardiel, otro jesuita que vivió en ellas, "en cada pueblo hay música de treinta o cuarenta, entre tiples, tenores, altos, contraltos, violinistas y los de los otros instrumentos". Eran realmente comunidades democráticas, en el sentido actual de la palabra. Todo ello puede apreciarse bien en la reducción de San Carlos, en la que se desarrolla la película.
          Posteriormente, San Juan del Castillo fue enviado a la reducción de Asunción, junto a las aguas del río Ijuhí. Allí, alimentado sólo a base de mandioca, hizo todos los trabajos posibles: albañil, carpintero, arquitecto, labrador, además de su propia labor de misionero y ducador de indios. Fue aquí donde nuestro paisano de Belmonte encontraría la muerte, el 17 de noviembre de 1628. Instigados por Ñezú (hechicero guaraní cuyo nombre en su lengua significa "reverencia"), varios indios le atacaron por sorpresa. Le arrastraron por el monte, donde, después de atravesarle los costados con flechas, le apedrearon. Ya habían hecho lo mismo con sus dos compañeros de martirio, Roque González de Santa Cruz y Alonso Rodríguez. Sus restos fueron recogidos por otro compañero, el padre Romero, que con un numeroso grupo de indios marchó al lugar en donde había sido asesinado., y allí pudo recuperar las cenizas de los tres santos. También recuperó algunos trozos quemados de la túnica de San Juan del Castillo, las cuales, en el interior de sendos tubos metálicos, se conservan en la colegiata de Belmonte, en un relicario de plata sobredorada.
         El padre Boroa, maestro suyo en Belmonte y colaborador en Paraguay, dice que el padre Juan del Castillo era "de 33 primaveras, antes bajo que alto, moreno, con ojos negros de expresión enérgica, rostro siempre sisueño, trazos finos de hidalgo, pero en un cuerpo enjuto por la penitencia, muy gentil en el trato, respirando en su fisonomía una pureza y recato angelical".  Ya un año después de su muerte se incoó un primer proceso informativo de santidad a favor de los tres mártires de aquella reducción paraguaha, en Asunción y Buenos Aires. Posteriormente, en 1929, un año después de celebrarse el tercer centenario de la muerte del jesuita conquense, se abrió en Buenos Aires su proceso de beatificación. Tres años más tarde se hizo lectura pública de la aprovación formal del martirio. El 28 de enero de 1934, festividad de San Julián, fue beatificado en la basílica de San Pedro, en el Vaticano. Por fin, el 16 de mayo de 1988, en la república de Paraguay, fue santificado, junto a sus dos compañeros de martirio. Su festividad se celebra el 17 de noviembre, echa en la que, como decimos, había sido asesinado.




La leyenda negra (todos los grandes imperios tienen su propia leyenda negra, como ha demostrado recientemente María Elvira Roca Barea, aunque sólo la leyenda negra española es compartida en su integridad, sin haber sido sometida a una mínima crítica, por una parte importante de la población del país aludido) sólo ha tenido en cuenta la cara amarga representada por el capitán Mendoza antes de su arrepentimiento y por el propio Villalobos. Por eso, es necesario también examinar esa leyenda negra desde una óptica más completa, y para ello se hace necesaria también la contrapartida que representa el padre Gabriel de la ficción, o el propio San Juan del Castillo, personajes que llevaron a las Indias, además de la palabra de Dios, la cultura y la civilización, en toda la extensión de la palabra.


viernes, 19 de enero de 2018

El altar mayor de la iglesia de Navalón


Cuando visitamos nuestros pueblos, incluso los más pequeños, nos podemos llevar algunas sorpresas, pues en cualquier lugar escasamente poblado se pueden encontrar algunos ejemplares del mejor arte conquense. No es necesario que se trate de grandes monumentos, sino que algunas veces son claras muestras del arte popular, pero finamente trabajado. Este es el caso de la iglesia parroquial de Navalón, un edificio construido a mediados del siglo XVIII que, a pesar de que su conservación presenta algunas deficiencias, se corresponde a la perfección con esta época del arte, transformando en sencillez los conceptos arquitectónicos del propio José Martín de Aldehuela.

Sabemos por los libros de visitas que se conservan en el Archivo Diocesano, que la fábrica de la vieja iglesia, situada hasta entonces a las afueras del pueblo, en el paraje que hoy se sigue llamando la Muela, presentaba a mediados del siglo XVIII graves problemas de conservación. En este momento, la situación del templo parroquial era cada vez más preocupante, por lo que la autoridad eclesiástica se decide por fin a levantar un edificio de nueva planta, en un lugar más céntrico que la otra, coincidiendo precisamente este hecho con el obispado de José Flórez Osorio (1738-1759), prelado que, según José Luis Aliod, siguiendo en ello a Mateo López, se destacó sobre todo por su empresa constructora de edificios religiosos. En efecto, en 1758 se firma el contrato entre Manuel de Castejón, cura de Navalón, y Antonio del Castillo y Prast, hijo de una de las más ilustres familias de la Cuenca del XVIII y descendiente de los Chirino.
Ese mismo año, fray Vicente Sevila, maestro mayor de obras del obispado de Cuenca y autor así mismo en la sede de la diócesis de la obra del Seminario Conciliar, que todavía se conserva en el barrio de la Merced, autorizaba a que comenzasen las obras en dicho solar. Tres años después está fechada la licencia definitiva del propio obispado para dar principio a las obras.



            La obra fue realizada finalmente por Agustín López, vecino de Iniesta, por un valor total de veinte mil reales de vellón, que después de la visita del nuevo Maestro Mayor de Obras, Bartolomé Ignacio Sánchez, y de resultas de haber estudiado la terminación de la obra, ascendió a doscientos reales más por las mejoras realizadas por el arquitecto durante la ejecución de la obra, la cual, por cierto, había quedado ya finalizada en 1760. Hay que tener en cuenta que este Agustín López fue el padre del propio Mateo López, arquitecto como él, y al mismo tiempo cronista ilustrado de la ciudad y la diócesis.
            En cuanto a los elementos que se conservan en su interior, dos son los que destacan sobre todos lo demás. Por un lado, la pila bautismal, gótica del siglo XV, lo único que aún se conserva de la iglesia primitiva. Por otro lado, su conjunto de altares, principalmente el altar mayor, que como el resto de la iglesia se corresponde con el estilo de Martín de Aldehuela, aunque fue construido por un artífice de su escuela, como ha afirmado en su trabajo sobre el escultor turolense José Pastor Mora. Este artista fue Alonso Ruiz, quien figura en la documentación como maestro de escultura, retablista y arquitecto, y está fechado en torno al año 1768.
            En su eje vertical, este retablo, dominado en su conjunto por los colores verde, granate y dorado, se distribuye en tres tramos. El central está dominado por un gran vano, hasta hace poco tiempo vacío, en el que en los últimos años se ha incorporado una lámina moderna, sin ningún valor artístico, que representa la Natividad de la Virgen, a cuyo culto está dedicado la parroquia. Debajo de ella, sobre el banco del altar, se encuentra el sagrario, también moderno, que sustituyó a otro sagrario barroco de tipo de exposición. Por encima de dicho vano, y sirviendo de separación entre este cuerpo y el cuerpo superior, se puede apreciar una nube coronada por un angelote, muy propio del siglo XVIII.
            En los dos tramos laterales hay sendos vanos que en la actualidad están ocupados por esculturas de bulto redondo que no tienen nada que ver con la concepción original del autor del retablo. En efecto, hasta hace muy poco tiempo estaban ocupados por sendas imágenes de escayola, de serie, sin ningún valor artístico; desde el año pasado, en una de esas hornacinas se ha instalado una imagen de San Roque del siglo XVIII, de estilo popular, que procede de la antigua ermita homónima, en la actualidad derruida, y que ha sido restaurada recientemente gracias a un convenio suscrito entre la Universidad de Castilla-La Mancha y la Universidad Politécnica de Valencia.
            El conjunto se completa en este primer tramo con cuatro columnas pareadas. Dos de ellas, de fuste largo, rodean el vano central del retablo, mientras que las otros dos, abalaustradas, mucho más cortas, llevan adornos relativos a la Pasión de Cristo, y rodean el sagrario. Por lo que se refiere al cuerpo superior, consta de un solo tramo, un solo espacio escasamente decorado y flanqueado por un frontón semicircular barroco partido por el propio espacio.
            Se trata, en definitiva, de un retablo bastante interesante, aunque su estado de conservación presenta graves deficiencias, por lo cual necesita una urgente restauración si no se quiere que el nivel de deterioro del mismo se convierta en irreversible.


miércoles, 10 de enero de 2018

Cinco obispos conquenses del siglo XIX


La contribución de la provincia de Cuenca en todas las facetas de la sociedad española, y entre ellas la Iglesia católica, a través de sus hijos, es numerosa, especialmente durante los tiempos bajomedievales y a lo largo de todo el siglo XVI. Después, la crisis que asoló a la capital de la provincia y a muchos de sus pueblos, reduciendo su población hasta límites casi insoportables, hizo que el peso de ésta en el conjunto del país perdiera importancia. Pero aun así, las crónicas están llenas de nombres propios, nombres de personajes que habían nacido o se habían criado en nuestros pueblos, o en la propia capital, que llegaron a ocupar puestos importantes en la sociedad de su época, nombres a menudo olvidados por los conquenses de hoy, convertidos en ocasiones en un título en el callejero de la capital. Otras veces, ni siquiera eso.  

La contribución conquense a la alta jerarquía eclesiástica durante los siglos XV y XVI es, como se ha dicho, importante, y en este sentido hay que recordar que en uno solo de nuestros pueblos, Villaescusa de Haro, en una sola calle de ese pueblo, nacieron un número aproximado de unos veinte prelados, que dirigieron, algunos de ellos, varias de las diócesis más importantes de España, a un lado y otro del océano. Casi todos ellos eran miembros de una sola familia, los Ramírez, y entre ellos destacan por encima de todos dos obispos que dirigieron la diócesis conquense en aquellos tiempos: Diego Ramírez de Fuenleal y Sebastián Ramírez de Arellano. Todavía en los siglos XVII y XVIII, aún era numerosa la cantidad de estos altos jerarcas de la Iglesia católica que habían nacido en Cuenca.

No obstante, la cosa cambió a partir del siglo XIX, precisamente cuando el régimen liberal terminó con todo el sistema de privilegios eclesiásticos que era propio de los tiempos del Antiguo Régimen. Para entonces, la floreciente ciudad que había sido Cuenca dos siglos antes, y además una de las diócesis más ricas de todo el reino, se había convertido ya en una población aletargada, arrastrando con ello a todos los pueblos de la provincia. En estas circunstancias, se hacía más difícil que alguno de sus hijos llegara a ocupar puestos importantes dentro de la sociedad, y sin embargo, todavía en aquella centuria decimonónica no fueron pocos los conquenses, de la capital o de la provincia, que destacaron en puestos importantes, y entre ellos, también, las prelaturas eclesiásticas. Muchos de ellos permanecen olvidados, como los cinco que pretendo recordar ahora.

El primero de ellos es, cronológicamente, Francisco Javier Almonacid López, quien había nacido en Talayuelas en 1758 (en 1747 o en 1748, según María Luisa Vallejo). Después de haber estudiado en el seminario de Cuenca, caracterizado ya entonces por su ideología ilustrada y avanzada, y de graduarse como doctor en Teología en la Universidad Dominica de Ávila, pasó a estudiar en el Colegio de los Españoles de Bolonia, que había fundado en el siglo XIV otro arzobispo conquense, el cardenal Gil de Albornoz, con una beca que le había concedido el propio cabildo conquense. Dio clases después en el mismo centro italiano, donde regentó entre 1775 y 1782 la cátedra de Teología Eclesiástica. En 1803 ganó por oposición la plaza de canónigo magistral en la diócesis de Salamanca, ciudad en la que sin embargo permaneció muy poco tiempo, pues ese mismo año fue preconizado como nuevo obispo de Palencia. Se caracterizó por su ideología liberal, en aquellos años de fuertes tensiones políticas, fruto sin duda de sus primeros estudios en el ilustrado seminario conquense de San Julián, siendo uno de los grandes impulsores de la Sociedad Económica de Amigos del País de la ciudad castellana, y habiendo obtenido el 2 de abril de 1808 una real provisión que autorizaba la redacción de sus estatutos; sin embargo, la entrada de las tropas napoleónicas paralizó este asunto hasta el año 1817, una vez abandonado el país por los franceses.

Regentó la diócesis palentina hasta su fallecimiento, acaecido el 17 de septiembre de 1821. Su prelatura fue bastante complicada, más por las circunstancias políticas del momento que por asuntos propiamente eclesiásticos. De esta forma ha definido su obispado el historiador Antonio Cabeza Rodríguez: “Su episcopado fue intenso en acontecimientos, con decisiones desagradables como el juramento de obediencia al nuevo rey José I (23-6-1808), condición ineludible para seguir al frente de la diócesis. Por lo mismo, no ofreció resistencia al cumplimiento de los reales decretos en materia religiosa, entre los más dolorosos el que prohibía conferir órdenes sagradas –sólo logró hacerlo en casos excepcionales-, mientras que en el espinoso asunto de las dispensas matrimoniales, reservadas hasta entonces a la Santa Sede, Almonacid no tuvo escrúpulo de usar las facultades que le confería a los obispos el real decreto de 16 de diciembre de 1809, si bien, de manera tan cautelosa que fue interpretado como apatía por el intendente de la ciudad. Su actitud de obediencia hay que entenderla, pues, como una sumisión forzada, sin que pueda confundirse con forma alguna de afrancesamiento. No faltaron incomprensiones, calumnias y hasta campañas contra su persona, a pesar de que la distancia mantenida con las autoridades francesas quedó patente en frecuentes malentendidos y conflictos, así como en el poco empeño del obispo por aparecer con las condecoraciones otorgadas por el nuevo régimen.”[1]

Fray Custodio Ángel Díaz Merino no sólo había nacido en Iniesta en 1749, sino que, además, antes de su nombramiento como obispo de la diócesis americana de Cartagena de Indias, en Colombia, había sido prior del convento dominico de San Pablo, en Cuenca. En este sentido, se conservan entre los fondos del Archivo Histórico Provincial de Cuenca sendos poderes, fechados el 6 de junio de 1806 y el 4 de febrero de 1807, en un mismo protocolo notarial del escribano, Miguel Otonel. Por ambos documentos, el religioso dominico apoderaba a varios compañeros del mismo convento para que estos pudieran representarle en varios asuntos de su interés personal[2]. Y es que el de Iniesta acababa de ser preconizado para la sede americana, aunque no llegaría a ella hasta tres años más tarde.

Si las circunstancias políticas que le tocó vivir a Francisco Javier Almonacid eran difíciles, más lo eran aún en este caso, pues a las tensiones entre liberales y absolutistas había que añadir las que se estaban desencadenando entre los defensores de la independencia de los territorios que aún formaban parte del imperio español, aprovechando la situación de guerra que en ese momento se vivía en la península, y los que, como el prelado dominico, se oponían a ello. Por ese motivo, después de la victoria de los patriotas criollos que habían declarado la independencia de Cartagena en 1811, decidió exiliarse unilateralmente al año siguiente, junto a los administradores de la Inquisición en la ciudad colombiana, dejando temporalmente la diócesis en situación de sede vacante. Sin embargo, la Santa Sede lo mantuvo como verdadero obispo de Cartagena; hay que recordar que ésta Sede no reconocería la independencia de Nueva Granada hasta 1824.

Los otros tres prelados que vamos a tratar, nombrados a caballo ya entre los siglos XIX y XX, salieron directamente de la diócesis de Cuenca, donde ocupaban puestos de importancia tanto en la curia diocesana como en el propio cabildo, para ocupar sus respectivas sedes episcopales. Del primero de ellos, Pascual Carrascosa Gabaldón, se ha ocupado ya José Vicente Ávila, pero aun así permanece todavía en el anonimato para muchos de sus paisanos, de la ciudad y de la provincia[3]. Había nacido en 1847 en Quintanar del Rey (no es Iniesta, como aseguran tanto María Luisa Vallejo como, siguiendo a ella, Hilario Priego y José Antonio Silva), y fue preconizado como obispo de Orense en 1895, cuando era arcipreste de la diócesis conquense, en la que había ostentado también los cargos de secretario de cámara y gobierno durante el obispado de Juan María Valero y Nacarino. Y es que la relación entre ambos sacerdotes venía ya desde mucho tiempo antes, desde que el de Quintanar fuera estudiante del propio seminario conciliar de San Julián, donde el otro era rector, antes incluso del nombramiento de éste como obispo de Tuy y su posterior traslado a la diócesis conquense, en 1882. Una vez terminados los estudios del de Quintanar en el seminario conquense, fue nombrado por el propio Valero superior del “colegio de internos” del centro y profesor del mismo, donde dio sucesivamente las asignaturas de Retórica, Poética, Geografía, Historia Natural e Historia Universal. Nombrado Valero obispo de Tuy, Carrascosa Gabaldón se trasladó con él a la diócesis gallega, como canónigo y secretario de cámara del nuevo prelado, y regresó otra vez a Cuenca con él, promovido por el nuevo obispo de la ciudad del Júcar a la dignidad de arcipreste de la catedral. En calidad de arcipreste fue administrador apostólico de la diócesis conquense en 1890, tras la muerte del obispo Valero y hasta el nombramiento de su sucesor, Pelayo González Conde. Cinco años más tarde sería nombrado obispo de Orense, y entre 1899 y 1900, senador por la archidiócesis de Santiago de Compostela, y falleció en su diócesis el 25 de mayo de 1904.

Pascual Carrascosa Gabaldón
obispo de Orense


Tan olvidado por los conquenses de hoy como el obispo Carrascosa Gabaldón fue otro alumno brillante del seminario conquense, Ramón Torrijos Gómez, quien había sido preconizado como obispo de Tenerife algunos años antes, en 1887, y que en 1894 fue trasladado a la diócesis de Mérida-Badajoz. Había nacido en Cardenete en 1841, y como en el caso anterior, una vez terminados sus estudios sacerdotales en el seminario conquense fue profesor en ese centro educativo, donde llegó a ocupar incluso el cargo de rector. Cuando fue preconizado para el obispado de La Laguna-Tenerife, ocupaba en el cabildo diocesano de Cuenca la dignidad de canónigo lectoral, y en la curia, además, el de provisor de la diócesis. Ya en la isla llevó a cabo la coronación canónica de la Virgen de la Candelaria, patrona del archipiélago, y adquirió el palacio de Salazar, en San Cristóbal de la Laguna, para convertirlo en palacio episcopal. Fue trasladado a la diócesis de Badajoz, en la que permaneció hasta su fallecimiento, en 1903.

El quinto de los prelados conquenses no nació en ninguno de los pueblos de la provincia de Cuenca, pero está relacionado con ella porque también, como en los dos casos anteriores, salió de ella para ocupar su sede, en este caso en la diócesis granadina de Gaudix-Baza. Se trata de Timoteo Hernández Mulas, quien era, durante los primeros años del siglo XX, canónigo doctoral y provisor de la diócesis. Había nacido en 1856 en Morales del Vino (Zamora), y después de estudiar en la capital castellana y en Salamanca, obtuvo el grado de bachiller y la licenciatura en Derecho por la propia universidad salmantina, y más tarde, ya en Madrid, el doctorado en Derecho Público Eclesiástico y Derecho Romano. Llegó a Cuenca en 1896, al ganar por oposición la dignidad de canónigo doctoral, siendo nombrado poco tiempo después fiscal eclesiástico y vicario capitular. Fue nombrado obispo de Guadix en 1908, y en su diócesis procedió a la coronación canónica de la Virgen de las Angustias. Poco tiempo después de su llegada a la capital nazarí fue nombrado senador por el arzobispado de Granada, y combatió como tal el proyecto de la polémica Ley del Candado, que en 1910 promovió el nuevo presidente del Consejo de Ministros, José Canalejas, con el fin de prohibir durante dos años el establecimiento de nuevas órdenes religiosas. Durante su estancia en Cuenca había favorecido la instalación en la ciudad de las Siervas de Jesús, colmo después lo haría con la instalación en Guadix de la institución de San Vicente de Paúl. Hernández Mulas permaneció en su diócesis de Guadix-Baza hasta su fallecimiento, en 1921, y a su entierro acudieron multitud de ciudadanos, tal y como demuestra una fotografía que fue publicada por el diario ABC en su edición del día 20 de marzo de ese año.

Y ya que estamos hablando de obispos conquenses, tampoco el siglo XX ha sido muy pródigo en ese aspecto. Por encima de todos descuellan dos prelados, todavía vivos, que siguen ocupando altas posiciones en la jerarquía eclesiástica. Por un lado, el cardenal Julián Herranz Casado, que aunque nació en Baena, en la provincia de Córdoba, en 1930, desciende del pueblo serrano de Cañamares. Miembro del Opus Dei y arzobispo titular de Vertara (sede suprimida, en el actual Túnez), recibió la ordenación episcopal en 1991, y fue nombrado cardenal por Juan Pablo II en un consistorio celebrado en octubre de 2003. Entre 1994 y 2007  fue presidente del Consejo para la Interpretación de los Textos Legislativos, y actualmente es presidente de la Comisión Disciplinar de la Curia Romana. Por su parte, Andrés Carrascosa Cobo nació en Cuenca en 1955, quien sucesivamente ha ocupado los cargos de nuncio apostólico en las repúblicas de Congo y Gabón (2004-2009), Panamá (2009-2017) y Ecuador (a partir de junio de 2017), fue consagrado el 7 de octubre de 2004 como obispo titular de Elo (sede suprimida, una de las antiguas sedes de la provincia cartaginense, que durante el siglo VII había estado unida a la de Ilici, Elche). Finalmente, pocos conquenses saben que el actual obispo de Tarrasa, José Ángel Saiz Meneses, nació en Sisante en 1956, aunque en este caso todos sus estudios, tanto eclesiásticos como civiles (es, además de teólogo, psicólogo y filósofo) los realizó ya en la provincia de Barcelona.
Timoteo Hernández Mulas,
obispo de Guadix




[1] Cabeza Rodríguez, Antonio, “Palencia, la Edad Contemporánea”, en Egido, Teófanes (coord.,), Historia de las diócesis españolas. Palencia, Valladolid, Segovia, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2002, p. 124.
[2] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. –Sección Notarial. P-1551. Sin foliar.
[3] http://www.elblogdecuencavila.com/?p=9880. El blog de Cuencávila. Entrada del 31 de mayo de 2015.

miércoles, 3 de enero de 2018

Amador de Cabrera y la mina de Huencavélica

Hay personas que parecen haber sido olvidados por la historia. Su importan­cia puede ser igual o incluso superior a otros que sí son conocidos por la gente, pero el desconocimiento que se tiene de sus vidas y de sus obras les hace sumergirse en el olvido. Así sucede con Amador de Cabrera, cu­yo descubrimiento de la mina de azogue de Huencavélica, a pesar del carácter de casualidad que éste tiene, como la mayor parte de los descubri­mientos, incluso los más importan­tes, fue decisiva para la minería de plata de Perú.

Amador de Cabrera había nacido en Cuenca durante la primera mitad del siglo XVI, y era pariente del otro Ca­brera, Andrés, el primer marqués de Moya Su presencia en el continente americano data del año 1557, formando parte de la escolta de su paisano Andrés Hur­tado de Mendoza, marqués de Cañe­te, que para entonces ya había sido nombrado vi­rrey de Perú.

Parece ser que, hallándose el día del Corpus del año 1563 en la ciudad peruana de Huamanga, fue el encar­gado de portar el guion durante la procesión. Estorbándole su propio sombrero, del que llevaba prendido un dije de mucho valor, se lo dejó a un muchacho, criado suyo, para que se lo guardara. Pero es el caso que lo perdió o se lo robaron, por lo que no dudó en huir inmediatamente de la ciudad, temiendo que su señor le reprendiera por su torpeza. A los pocos días, el padre del muchacho se presentó ante Cabrera para ofrecerle, en com­pensación a la pérdida del dije, y solicitándole al mismo tiempo el perdón para su hijo, la mi­na de azogue de Huancavélica, cuyo paradero sólo él conocía.

La importancia de la mina de azogue, estribaba, más que en el propio mercurio, en su uso para abaratar los costes de la extracción de plata en las minas de América. Pues si en un principio és­ta se hacía mediante la oxidación del metal para, después de ello, a través de sucesivas fundiciones, separar la pla­ta de los otros metales que constitu­yen las gangas, se pasó posterior­mente a amalgamar la mezcla extraí­da con mercurio. Ello permitía, des­pués de destilar el conjunto resultante de la amal­gama, recuperar tanto la plata como la mayor parte del mer­curio.

Las condiciones de los trabajado­res en la mina eran muy pobres, a lo que contribuía aún más la difícil si­tuación de Huancavélica, en plena cordillera andina, a casi cuatro mil metros sobre el nivel del mar, y en un páramo casi estéril. Aunque en un principio el cinabrio, sulfuro de mer­curio, única mena posible de este me­tal líquido, comenzó a explotarse a cielo abierto. Su escasez hizo necesario excavar galerías profundas que provocaron múltiples accidentes. Además, el polvo del cinabrio era fuente muchas enfermedades e in­toxicaciones entre los mineros, que llegaban a producirles incluso la muerte.

La mina era trabajada por los mi­tayos, indios de la comarca que traba­jaban con arreglo a unos tumos esta­blecidos, de los cuales proviene la pa­labra que les da el nombre (del que­chua "mita", que significa tumo). Los mitayos, en teoría, eran trabajadores libres, y percibían un sueldo por su labor en las minas. Pero realmente el sueldo era tan escaso, y la mortalidad tan elevada, lo que, unido a la huida de los habitantes de la comarca para evitar las condiciones extremas de trabajo en la mina, prácticamente toda la región de Huencavélica quedó despoblada en muy poco tiempo.

Antes de producirse el descubri­miento de esta mina, el mercurio ne­cesario para la extracción de plata en las minas peruanas debía ser importa­do desde el otro lado del océano, desde Almadén y, en menor medida, desde Idria, en Yugoslavia. Pero a partir de este momento, el cinabrio extraído en Huancavélica producía el mercurio su­ficiente para las minas americanas, e incluso para enviar las cantidades so­brantes a los puertos de la península.

Al principio, la mina fue explota­da directamente por el propio Ama­dor de Cabrera, y a su muerte, el conquense la dejó en heredad a un hermano suyo, de nombre desconocido. Pero pronto fue incautada por la corona, que, como sucedió en el resto de las minas americanas, arrendaba a particulares. Los arrendadores esta­ban obligados a vender al gobierno a ella toda la cantidad extraída, pues su transpor­te, distribución y venta a los mineros de plata era un monopolio del estado. Sin embargo, el contrabando de mer­curio llegó a ser muy importante, lle­gando a alcanzar el cuarenta por ciento del mi­neral extraído.

Durante el siglo XVII, la produc­ción de mercurio en Huancavélica disminuyó. Si en el siglo anterior la cantidad de mineral extraído para las minas indianas de plata, era en Huan­cavélica superior a la importada desde la península, a partir principalmente de 1605 se ve igualada, incluso a veces superada por la de Almadén. Esto e debió posiblemente, además de por la antigüedad de los ingenios y por la antigüedad de los hornos, análogos a los más viejos de Almadén, por la escasez de la inversión y por los problemas técnicos técnicos de la mina de Huancavélica. Port todo ello, a partir de 1680 la ex­tracción en las minas peruanas de plata fue bastante más difícil y cara, lo que llegó a causar el declive económico del virreinato de Perú, que, si bien antes había sido el más importante de América, a partir de este momento fue su­perado por el de Nueva España, en Centroamérica. Probablemente, fue esa la causa de que en el siglo XVIII termi­naran los arrendamientos en la mina de Huancavélica, pasando la corona a explotarla directamente.

Publicado en Nuevo Diario del Júcar, 1 de diciembre de 1991





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