jueves, 30 de noviembre de 2017

Los olcades, un pueblo casi olvidado en la provincia de Cuenca

Poco es lo que se conoce de la provincia de Cuenca en los siglos anteriores a la dominación romana. Gracias a la arqueología sabemos que ya en el Neolí­tico aparecieron nuestros primeros antepasados. Posteriormente, en la Edad de Hierro, que entronca ya con la etapa histórica, aparecen en la península los pue­blos prerromanos. Según los autores clásicos, dos son las comunidades que ha­bitaron en nuestra provincia en los siglos anteriores a la romanización: los tu­sones, de origen ibero, y los olcades, de origen celta.

Sería aproximadamente entre los siglos VIII y VI a.C. cuando un pueblo celta, pro­veniente de la región de los Volvos, en Bélgi­ca, cruzó los Pirineos y penetró en la penín­sula Ibérica. Desde allí, y después de unirse a los beribraces, pueblo también de origen celta afincado en Cataluña (según otros auto­res este pueblo ya habitaba entonces la pro­vincia de Cuenca), llegaron a lo que actual­mente es nuestra serranía, habitada por los lusones. Aunque primeramente se asentaron en esa zona de la sierra, se extendieron más tarde por las comarcas manchega y alcarrea de nuestra provincia. Eran los olcades.

EVOLUCIÓN HISTÓRICA

Poco se sabe de los olcades en los prime­ros siglos de permanencia en la actual pro­vincia de Cuenca, hasta la destrucción de su capital, llamada según los diversos autores Althea, Althaia, Alzaia o Cartala. Sólo se co­noce con seguridad que durante todos esos siglos, los olcades lucharon contra algunas de las tribus vecinas: oretanos, carpetanos y vacceos.

En el año 221 a.C., Togo, un esclavo lusi­tano, asesinó a Asdrúbal, general en jefe de las tropas cartaginesas establecidas en Hispania. A Asdrúbal le sucedió Aníbal, jefe de la caballería, joven general de la familia de los Barca, como su antecesor. Sólo tenía 25 años cuando accedió al poder, y era nieto de Amílcar, caudillo de las tropas que cruzaron el mar algunos años antes. Su padre le había obligado a jurar odio eterno a los roma­nos cuando aún era un niño, y lo primero que hizo al ser elegido, después de ejecutar al asesino de Asdrúbal, fue completar la do­minación de las tribus hispanas que estaban más nominal que realmente bajo los carta­gineses. Uno de los primeros pueblos en caer fue el de los olcades, cuya capital fue incen­diada y saqueada, siendo obligados sus ha­bitantes a pagar tributos a Cartago.

Poco tiempo después, los desterrados de los olcades, que no habían aceptado pagar los tributos impuestos, unidos a los fugiti­vos de Helmántike (Salamanca), ciudad tam­bién saqueada por los cartagineses, subleva­ron a los carpetanos cuando Aníbal volvía a luchar contra los vacceos, y perturbaron la marcha de su ejército. En un primer mo­mento Aníbal rehusó luchar. Pero con las sombras de la noche sus tropas cruzaron el Tajo y al darse  cuenta las tropas aliadas de la estratagema del general cartaginés, em­prendieron su persecución. Cuando éstas es­taban asimismo cruzando el Tajo, los solda­dos de Aníbal volvieron sobre sus pasos y de­rrotaron a sus enemigos, que no podían defenderse.

Lo cierto es que uno de los principales ob­jetivos de Aníbal al comenzar estas campa­ñas era el reclutamiento de tropas para fu­turas expediciones contra los romanos. La aparición de monedas cartaginesas en la pro­vincia de Cuenca demuestra la presencia de guerreros olcades como soldados mercena­rios junto a las tropas de Aníbal en el cerco de Sagunto, que duró casi un año, y en la Se­gunda Guerra Púnica. Y después de inter­venir en las campañas de Aníbal en Italia, los vemos cruzando el Mediterráneo, hacia África, donde sirvieron como guarnición en Cartago.

A partir de este momento, los olcades se funden con los pelendones, los lusones, élos arevacos y los celtíberos, y adquieren hasta la romanización definitiva el lenguaje y la forma de vida de estos últimos.

COSTUMBRES Y ECOCOMÍA

           Uno de los aspectos más documentados es la forma de vestir de los hombres y mujeres prerromanos. Los hombres usaban una es­pecie de pantalón corto pegado al cuerpo y ceñido por un cinturón con hebilla, y una tú­nica corta de cuero, sujetada en el hombro ­izquierdo por una fíbula, generalmente de bronce. A la altura del cuello, un pasador ha­cía la misma función que los modernos ge­melos. La ornamentación del traje podía completarse con un botón de bronce a la al­tura del pecho. Por otra parte, el vestido fe­menino lo configuraba un traje largo, que podía ser subido o con el hombro izquierdo al descubierto. Podía ir ajustado al cuerpo, y cuando se utilizaba la fíbula, ésta se pren­día en el hombro derecho.

Su economía estaba basada en la agricul­tura y en la ganadería. Pero a partir aproxi­madamente del año 400 adquiere importan­cia el comercio con las tribus iberas de Le­vante y del sudeste peninsular. Gracias a es­te comercio llegaron hasta aquí cerámicas no sólo iberas, sino también griegas, etruscas, fenicias, y hasta egipcias.

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RELIGIóN Y RITOS FUNERARIOS

Poco se sabe también de los cultos religio­sos de los olcades. Varios son los dioses que fueron adorados por los pueblos prerroma­nos, aunque muchas veces los nombres de és­tos que nos han llegado no se refieren a dio­ses distintos, sino a diferentes nombres para un mismo dios. Lo cierto es que sabemos de la existencia en nuestra provincia de sacrifi­cios de animales a Netón, dios de la guerra, paralelo al marte de los romanos. Y se sabe por diversos autores clásicos del ofrecimiento de sacrificios colectivos por los habitantes de Segóbriga.

Los olcades, cuando morían, eran incinerados. Esto quiere decir que su cuerpo era entregado al fuego antes que a la tierra. En estos incineramientos están atestiguadas las ofrendas de carne a los dioses, porque junto a los restos humanos quemados, aparecen sin quemar huesos de animales, especialmente de cabras y ovejas. En estos ritos funerarios existe la presencia también de diversos animales sagrados, como el carnero y la serpiente. Así, en la necrópolis de  Reillo apareció la imagen de un carnero,  con el lomo decorado con tres serpientes, que se cree que pueda ser un morillo con fines rituales. No es extraño, pues la serpiente es un animal que en muchas religio­nes arcaicas simboliza tanto la fecundidad como la muerte. También eran sagrados pa­ra los celtas (y los olcades, como hemos vis­to, eran de origen celta) el caballo, símbolo de los difuntos, y la rueda radiada, símbolo de la vida de ultratumba.

¿DóNDE ESTUVO ALTHEA?

La ignorancia es completa cuando se tra­ta de responder a esta pregunta. Los autores de época romana no ofrecen ningún dato que pueda considerarse como definitivo, y los his­toriadores modernos no se ponen de acuer­do al contestarla. Algunos de ellos dan co­mo posible localización a Cuenca y Albarracín (Teruel). Pero en Cuenca no han apare­cido restos que puedan ser identificados con la capital de los olcades, y, por lo que res­pecta a Albarracín, es más probable que su término municipal hubiera pertenecido a la tribu de los lobetanos, no a la de los olcades.

Por otra parte, varios son los lugares don­de han sido hallados restos de las etapas an­teriores a la romanización, y que pudieron pertenecer al período que nos atañe. Hay po­blados en los términos municipales de Reillo, Barchín del Hoyo, Valeria y Segóbriga, y necrópolis en diversos lugares, entre las que destaca la de las Madrigueras, en Carras­cosa del Campo. ¿Sería alguno de estos lu­gares la ciudad perdida? De Valeria se sabe que bajo la ciudad romana hubo antes otra ciudad. Quizá su mismo nombre, Valeria, pueda ser muy significativo. Las otras dos ciudades romanas de nuestra provincia, Se­góbriga y Ercávica, mantuvieron su nombre ibero cuando pasaron al dominio romano. Por el contrario, Valeria tiene ya un nom­bre romano, quizás debido a que la ciudad co­mo tal no existió desde su primera destruc­ción hasta que volviera a ser levantada por los romanos, íprecisamente en un período de tiempo en el que los olcades se unieron a los celtiberos. De Barchín del Hoyo se sabe que su período de vida abarcó desde el siglo IV a.C. hasta finales del  siglo III, coincidiendo apro­ximadamente su destrucción con la de Althea, y que fue arrasada por Aníbal antes de sus campañas en Italia.

De cualquier forma, quizá ya nunca se co­nozca la posible localización de la ciudad de los olcades. Porque eso... también ha pasado a la leyenda.

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Gaceta Conquense, del 19 al 25 de septiembre de 1987


jueves, 23 de noviembre de 2017

La ceca de Cuenca, a través de sus monedas

Antes de que Cuenca fuera conquistada por el rey Alfonso VIII en 1177, existía en la ciudad una fábrica de moneda, instalada posiblemente en el barrio del Alcázar, que acuñó varias monedas bajo el nombre de los reyes taifas de Toledo. Las monedas que allí fueron hechas llevaban como marca de fabricación el nombre en árabe de la ciudad, y de ellas sólo conocemos dos acuñaciones. Ambas pertenecen a la familia de los Bendunúm, que provenientes de tierras conquenses, del reino semiindependiente de Santaveria, en el actual término de Cañaveruelas, sobre las ruinas de la antigua Ercavica, fueron proclamados reyes de Toledo, y cuyas fronteras ampliaron. La primera de esas monedas es un medio dinar de oro fabricado durante el reinado de Ismail Adafil, muerto en el año 1044. La otra, un dírhem de plata de Yahia Alcadir (1074-1085), último rey moro de Toledo, pues fue durante su reinado cuando entraron en la ciudad las tropas de Alfonso VI de Castilla.

ACUÑACIONES CRISTIANAS

A partir de la conquista de Cuenca por Alfonso VIII, no tardó mucho tiempo  el rey castellano en ordenar la acuñación de moneda en la ciudad. De aquella época se conservan dos dineros de vellón que sólo se diferencian entre sí en la marca de la ceca, pues mientras en uno de ellos aparece la palabra CUENCA inscrita con todas sus letras, en la otra sólo figura la inicial y una estrella, indicando así que la ciudad en la que fue acuñada pertenecía al nuevo reino de Toledo.
El siguiente rey que acuñó moneda en Cuenca fue Alfonso X (1252-1284), que mandó hacer un óbolo de vellón, con un cuenco al pie del castillo, que figura en el reverso, como marca. También mando hacer dos dineros del mismo metal, que sólo se diferencian en la marca de fabricación, pues mientras uno lleva inscrito el nombre entero de la ciudad, en el otro sólo aparece la ciudad.
Su sucesor, Sancho IV (1284-1295), sólo ordenó la acuñación de un cornado de vellón, llamado así porque presenta en el anverso la cabeza coronada del rey. Esta moneda está marcada con un cuenco y una estrella.
También su Hijo Fernando IV (1295-1312) mandó la acuñación de dos pepio-nes de vellón, moneda equivalente a medio dinero. Ambas monedas se dife­rencian de nuevo en la marca de ceca: mientras en una aparece el cuenco, en la otra es la luna en cuarto menguante la que la representa, marca raras veces empleada en nuestra ciudad.
Alfonso XI (1312-1350), el ganador en la batalla del Salado, también acuñó moneda en Cuenca. Ordenó la fabricación de tres cornados de vellón con la cabeza coronada del rey en el anverso y en el reverso, bajo un castillo, la marca de fabricación, que es para cada una de las monedas de un cuenco; dos estrellas y un cuenco; y dos cuencos y una estrella, respectivamente.
Cuando estalló la guerra entre Pedro I y Enrique II, su hermanastro, Cuenca estuvo de parte de este último, donde, según la leyenda, le nació un hijo bas­tardo. Ello se refleja en sus monedas, pues sólo las hay acuñadas con el nombre del primero de los Trastamara (1369-1379). Este rey ordenó la fabricación de dos reales de vellón, que se diferencian entre ellos en la figura del anverso y otra vez en la marca de fábrica: mientras en uno aparece la figura coronada del rey y una C gótica, en la otra figura su anagrama y un cuenco. También ordenó la acuñación de un cruzado y un cornado, ambas con la marca del cuenco.
Enrique III (1390-1406) ordenó la acuñación de una única moneda. Es una blanca de vellón que, con la leyenda en ambas caras de "Enricus Dei gracia rex", figura en el reverso el león y en el anverso el castillo y la marca de ceca, de nuevo el cuenco.
También   Enrique   IV (1454-1474) acuñó moneda en Cuenca. Éste hizo varias acuñaciones de vellón: dineros (cuatro tipos distintos, diferenciados por la marca), blancas (tres tipos), medios de cuartillo (dos tipos), cuartillos (dos), y cuartos de real (dos), medios de real (dos) y reales (una sola acuñación, marcada por el cuenco y la C). También bajo este rey se hicieron las primeras acuñaciones de oro de la Cuenca cristiana. Estas son dos monedas, ambas con el cuenco, de uno y medio castellano.
El príncipe Alfonso de Ávila acuñó en Cuenca un cuartillo de vellón. Éste presenta en el anverso la cabeza coronada del príncipe, y en el reverso, bajo un castillo, la marca de fabricación.
 Durante el reinado de los Reyes Católi­cos (1474-1504) el cuenco se alarga y se transforma en cáliz, lo que ha originado el actual escudo de la ciudad. Estos reyes acuñaron distintos tipos de blancas y de monedas de dos y cuatro maravedíes, medio real y un real, todas ellas de vellón, diferenciadas entre sí por el valor y también por algunos detalles. En este metal hay que destacar también una moneda de octavo de real, de forma cuadrada, y que sólo fue acuñada en nuestra ciudad. Presenta en cada cara los anagramas de ambos reyes. En oro se acuñaron dos monedas, de ducado y doble ducado, con los bustos de ambos reyes mirándose entre sí en el anverso y el escudo del nuevo reino de España en el reverso.


ACUÑACIONES BAJO LOS AUSTRIAS

            El emperador Carlos I acuñó durante su reinado, junto con su madre Juana (1506-1516), un escudo de oro, marcado con un armiño, que presenta en el anverso el escudo del emperador y en el reverso una cruz potenzada entre cuatro lóbulos. Desde finales de la centuria anterior, la fábrica de la moneda estaba instalada en la plaza de la Merced, en las casas que habían sido donadas para tal fin por la familia Hurtado de Mendoza. Por otra parte, en el año 1524 se recibió en la ciudad una real provisión por la que se obligaba a los monederos conquenses a que ayudaran a la Justicia local en los pleitos en los que ésta se viese implicada, y nunca a un caballero particular.
            Felipe II (1556-1598) hizo diversas acuñaciones de blancas y de monedas de dos, cuatro y ocho maravedíes, y dos escudos.
            Las primeras monedas de Cuenca que presentan año determinado de fabricación son del reinado de Felipe III 1598-1621). Existen monedas acuñadas entre 1599 y 1619, de dos, cuatro y ocho maravedíes, y de uno y dos reales.
            Felipe IV (1621-1655) hizo en Cuenca diversas acuñaciones de dos, cuatro, seis, ocho, doce y dieciséis maravedíes, cuatro y ocho reales, y dos escudos. Sabemos que en el año 1652 era tesorero de la casa de la moneda de Cuenca don Alejandro Justiniano, caballero de la orden de Santiago y Guarda Mayor de la ciudad, y que por ello lo fue también del servicio de coste y consumo de moneda de vellón.
            Carlos II (1665-700) sólo hizo una acuñación de dos maravedíes en el año 1680, que presenta en el anverso el castillo, y el león en el reverso.
  


EL FINAL DE LA CECA

            Muerto el rey Carlos II estalló en España una de sus muchas guerras civiles, la de la Secesión, si bien en ese caso, en realidad, se trataba más bien de una guerra total a nivel europeo, en la que participaron todas las potencias del continente con el fin de dirimir, más allá del futuro rey de España, el nuevo orden europeo. Los dos pretendientes al trono español eran Luis Felipe de Anjou, hijo del delfín de Francia, y el archiduque Carlos, hijo a su vez de Leopoldo I, emperador de Alemania. Cuenca permaneció siempre fiel al primero, lo que le costó diversos saqueos e incendios, así como los títulos de Fidelísima, Noble y Heroica, otorgada por el nuevo rey Felipe V después de haberse alzado con el triunfo en el conflicto. Este rey acuñó aquí monedas de dos maravedíes, y de medio, uno y dos reales.
            Sin embargo, Felipe V fue el último monarca que acuñó moneda en Cuenca. El 30 de abril de 1728 este rey ordenó el cierre de su casa de la moneda, que para entonces ya había sido trasladada a su nuevo emplazamiento, en la ribera del Júcar y junto al puente de San Antón, en un edificio que después, a finales de la centuria, serviría como fábrica de tapices, adscrita a la Real Fábrica de los Cinco gremios de Madrid, y que en incendió totalmente en 1954. Las máquinas fueron desmontadas y llevadas a Madrid, donde fueron entregadas al marqués de Feria.

Gaceta Conquense, del 11 al 17 de julio de 1987


jueves, 16 de noviembre de 2017

El olvidado señorío de Uña


Uno de los más ilustres hijos de nuestra ciudad, el cardenal Gil de Albornoz, falleció en Viterbó (Italia), el 23 de agosto de 1367, es decir, hace ahora exactamente seiscientos cincuenta años, y la fecha, una vez más, ha pasado prácticamente desapercibida en la ciudad en la que le vio nacer. Por ello, quiero poner mi humilde granito de arena para evitar el olvido, y lo hago desde un punto de vista menos conocido del personaje: su faceta como señor natural de algunos de los pueblos de la serranía conquense. Otras perspectivas del religioso conquense son mejor conocidas, como la de su papel como reconquistador de los territorios papales en los años lejanos del cisma de occidente, o como fundador del colegio de San Clemente de los Españoles en Bolonia, una de las más antiguas universidades de Europa, en el cual estudiaron, en los años siguientes, un número importante de conquenses. Entre los pueblos de su señorío figura el de Uña, y a este pueblo serrano, y a los sucesivos señores que fueron sus propietarios a partir del cardenal, vamos a destacar los párrafos siguientes. En aquellos lejanos tiempos de la Edad Media, Uña era un pueblo que acababa de nacer. Su antigüedad se remota probablemente a los tiempos de la repoblación cristiana que sucedieron a la conquista de Cuenca por las tropas de Alfonso VIII en 1177, y la etimología de su nombre, según afirma Heliodoro Cordente en su libro “Cuenca medieval”, proviene de la palabra “hoz” Entonces Uña era un pueblo, como ahora, enclavado dentro de una hoz, en el corazón de la serranía, y aunque en aquel tiempo sería de muy difícil acceso, a menudo vería la presencia muy cercana de sus casas de los llamados “caballeros de la sierra”, cuya misión era la de vigilar los montes cercanos a Cuenca.

            En uno de los párrafos del testamento del cardenal Gil de Albornoz podemos leer lo siguiente: “Item lego a mi sobrino Gómez García, hijo del sobredicho Álvaro García, las aldeas infraescritas: es, a saber, El Hoyo de Concha, Cañizares, Uña, Aldegüela y Valdemeca, con todos sus pastos y ríos, lagunas y molinos; casas y prados, viñas y huertas y demás posesiones, bienes muebles e inmuebles n que yo sucedí a mis padres, y en cuantos he comprado y mejorado después en los dichos lugares y sus términos.”  Este documento nos revela una verdad histórica tan probada ya como también olvidada, y es que la familia de los albornoz, una de las más ilustres de la Cuenca medieval, poseía jurisdicción señorial sobre Uña y sobre todo su término. Lo que ya no está claro es cuando comenzó dicha jurisdicción. Aunque es seguro también que ya el padre del cardenal, García Álvarez de Albornoz, fue también señor de Uña, y que cuando él murió se lo traspasó a su hijo el cardenal, no sabemos si la antigüedad de dicho señorío es así mismo anterior a él, y en caso afirmativo, cuántos señores hubo antes que don García.

García Álvarez de Albornoz había nacido en Cuenca a mediados del siglo XIII, y descendía del caballero de origen borgoñón y navarro, Gómez García de Aza, señor de Aza, Ayllón y Roa, alférez de Alfonso VIII y uno de los caballeros que a sus órdenes tomaron parte junto a él en la conquista de la ciudad de Cuenca, siendo recompensado por este motivo con el señorío de Albornoz. Su hijo, Fernán Gómez de Albornoz, fundó el linaje homónimo, al unir al apellido el nombre de la villa de la que era propietario, y a él le sucedieron en el señorío (y seguramente, por lo tanto, también en el señorío de Uña) los caballeros Pedro Fernández y Fernán Pérez de Albornoz.

García Álvarez de Albornoz era hijo de Fernán Pérez, y contrajo matrimonio con Teresa de Luna, mujer de familia aragonesa y muy influyente también en la corte, por ser hermana de Jimeno de Luna, arzobispo de Zaragoza. Murió en el año 1323, y está enterrado en la catedral de Cuenca, en la capilla de los Caballeros. En su sepulcro hay una inscripción que dice así: “Aquí yace Garcí Álvarez de Albornoz, que Dios perdone, hijo de Fernán Pérez y nieto de don Álvaro; fue buen caballero y de buena vida, y sirvió bien los señores que ovo, y ayudó bien a sus amigos, y túvose siempre con Dios en todos sus fechos, y Dios fízole muchas mercedes, fízole una en muchos fechos de peligro en que se halló, acertó que nunca fue vencido, y finó diez y ocho días de Septiembre era de MCCCLXVI annos.

A su muerte, como ya hemos visto, le sucedió en la titularidad de todos sus señoríos, incluido el de Uña, su hijo Gil de Albornoz, el más ilustre de todos sus señores, que nació también en Cuenca, probablemente entre los años 1290 y 1295. Fue arzobispo de Toledo y primado de España, bajo el reinado de Alfonso X, y estuvo presente en la batalla de El Salado como comisario apostólico y legado papal. Fue nombrado cardenal por el Papa de Aviñón, Clemente VI, y capitán general de todos sus ejércitos. Reconquistó para él los Estados Pontificios, y lo sentó de nuevo en Roma. Fue elegido él después Papa, pero nunca llegó a serlo al haber renunciado al cargo por decisión personal.

Ya hemos visto en el testamento de don Gil que a su muerte le sucedió en el señorío su sobrino Gómez García. Este Gómez García no era otro que el también conocido Micer (señor) Gómez García de Albornoz, hijo de su hermano Álvaro García de Albornoz, también enterrado en la capilla de los Caballeros, junto a sus padres. También había nacido en la capital de la provincia, como los dos señores anteriores, a principios del siglo XIV. Llevado a Italia como lugarteniente de su tío, fue nombrado por él capitán de los ejércitos papales y gobernador de Bolonia, ciudad a la que defendió de los ataques de Bernabé Visconti, señor de Milán entre 1349 y 1385. Se casó con Constanza Manuel, hija de Sancho Manuel, señor de Carcelén, que a su vez era hijo bastardo del infante don Juan Manuel. En 1375 regresó a España, pero de nuevo en la península itálica, fue nombrado senador y vicario general de la Iglesia. Murió en Ascoli, capital de la región italiana de las Marcas, luchando al frente del ejército papal, del que era capitán. Aunque en su testamento ordenó que se le diera sepultura a su cuerpo en la ciudad en la que había nacido, yace enterrado en el monasterio de las monjas de Santa Clara, en Alcocer (Guadalajara).

El siguiente señor de Uña fue su hijo, Juan de Albornoz, que se había casado con Constanza de Castilla, prima del rey Juan I, del que, siguiendo la tradición de su familia, fue copero mayor. Pero su carácter difícil de obligó a contraer gran cantidad de deudas, y con él empezó la decadencia de la familia Albornoz y de las tierras de sus antepasados. Murió el 28 de octubre de 1389 en Fuente del Maestre (Badajoz), sin haber llegado a tener descendencia varonil, lo que contribuyó a aumentar la decadencia del señorío Albornoz. Tuvo sólo dos hijas, María y Beatriz, aunque ésta última nació después de la muerte de su padre. Le sucedió la mayor, pero pronto se vio obligada a entregárselo a su hermana Beatriz, quien se casó con Diego Hurtado de Mendoza, segundo señor de Cañete, montero mayor y consejero del rey Juan II, guarda mayor de Cuenca y alcalde de su castillo. De este primer matrimonio sólo tuvo un hijo, Luis Hurtado de Albornoz, que murió joven. Se casó por segunda vez con Teresa de Guzmán, y tuvo como hijo primogénito, que heredó todo lo suyo, a Juan Hurtado de Mendoza, a quien el rey Juan II le dio el título de marqués de Cañete. Por este motivo, todavía en el siglo XIX, los marqueses de Cañete tenían en Uña iortantes posesiones, entre ellas la propia laguna que se extiende junto al pueblo, entre éste y las pétreas moles que se conocen como el Rincón.

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Gaceta Conquense, del 27 de junio al 3 de julio de 1987

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