domingo, 25 de diciembre de 2016

Carta de dote de Juan Pérez y Catalina Montero


El historiador italiano Carlo Ginzburg publicó en 1976 su ya clásico libro El queso y los gusanos, en el que a partir de un único proceso de la Inquisición reconstruyó toda una cosmogonía, una manera de entender el proceso de construcción del mundo, que era propio de un sector de la población del norte de Italia en las últimas décadas del siglo XVI. A partir de la historia de Domenico Scandella, un molinero de Friuli, una región de los Alpes orientales, al norte del Véneto, y conocido entre sus conciudadanos como Menoquio, el historiador creó una nueva manera de hacer historia en la que lo importante es más el detalle que las grandes teorías historiográficas. Y es que la microhistoria de Ginzburg, incorporada a lo que se conoce en Francia como la Nueva Historia nacida de la tercera generación de la Escuela de los Annales, es la historia de los hechos insignificantes, aquella que hubiera pasado desapercibida para los historiadores de la escuela tradicional, pero que al ponerla en su contexto contribuye a obtener una imagen más real de nuestro pasado.

Los archivos están repletos de documentos de este tipo, que analizados por separado parece que por sí mismos no tienen ninguna importancia. Hablan de personas insignificantes, que no llegaron a ocupar puestos de relevancia durante su vida: contratos de compra-venta de casas o de tierras, cartas de arrendamiento o de obligación, testamentos,... El documento de dote que presento a continuación no tiene, desde luego, la misma importancia histórica que el proceso inquisitorial incoado contra el molinero Menoquio, pero ayuda a comprender mejor a esos sectores sociales menos privilegiados, los sectores sin historia porque a menudo la historia les ha dado la espalda al menos con carácter individual, convirtiéndolos de este modo en algo parecido a una masa impersonal sin nombres ni apellidos.

Se trata de un contrato de dote matrimonial por el que Juan Pérez, hortelano y labrador conquense del primer tercio del siglo XIX, reconocía los bienes con los que su mujer, Catalina Montero, había contribuido al matrimonio, tanto en el momento en el que éste se había producido, como después, heredados por ella a la muerte de su padre, Gregorio Montero[1]. El documento está fechado el 19 de septiembre de 1833, y lo primero que podemos decir sobre él es que el valor total de los bienes recogidos es, como se verá, bastante mayor de lo que se podría pensar en un matrimonio perteneciente a este grupo social, ajeno a las clases privilegiadas e incluso a aquellos sectores intermedios, procedentes del mundo artesanal y de lo que hoy podríamos llamar profesionales liberales. Lo cierto es que, a primera vista, era la familia de la mujer, y principalmente por parte de la madre de ella, la que disponía de unos bienes que les permitían tener una vida cuando menos acomodada. Y además, lo avanzado de la fecha del documento, a finales del primer tercio del siglo XIX, y por lo tanto un tanto lejos ya de lo que había sido el Antiguo Régimen, ayuda a comprender mejor este hecho.

Un antecedente del documento es el testamento que el 29 de diciembre de 1813, en plena Guerra de la Independencia, redactaba el tío de Catalina Montero, Tomás Montero, presbítero, ante el notario Diego Antonio Valdeolivas[2]. En el testamento, el sacerdote dice ser hijo de Juan Montero, natural de Arcos de la Cantera, y de Felipa Villar, natural de Cuenca. Dice también que es feligrés de la parroquia de San Juan, de la propia capital conquense, de donde él mismo también es natural, y capellán en la capilla de la Ascensión que en esa misma iglesia parroquial había fundado María Ortega. Por ese motivo, desea ser enterrado en la sepultura propia que él mismo posee en esa iglesia, en la cual también estaban ya enterrados sus padres, o en caso de no poder hacerlo, en la propia capilla de la Ascensión, y que a su entierro acudan los miembros del cabildo de sacerdotes de Santa Catalina del Monte Sinaí, establecido en la ermita del Cristo del Amparo, como era preceptivo en los entierros de todos los miembros del cabildo. También estaba en posesión de dos capellanías más, a las que estaban vinculados ciertos bienes raíces en los pueblos de Villar del Águila y Olmeda de la Cuesta, cuya posesión heredó Manuel Saturnino Villar, cura que estaba destinado en la parroquia de la Santa Cruz de la ciudad de Cuenca. Uno de los anteriores poseedores de una de esas capellanías había sido Francisco Villar, prebendado de la catedral, es decir, racionero o canónigo de la misma.


Por lo que a nosotros más nos interesa, que es la herencia que de Tomás Montero pudo llegar a su sobrina Catalina, bien directamente o bien a través del padre de ésta, Gregorio, hay que decir que el sacerdote era propietario de dos casas contiguas en el barrio de San Martín, una heredada directamente de su tía, Úrsula Villar Heredia, y la otra que había heredado de su hermana, María Montero, la cual a su vez, la había heredado también de la citada Úrsula Villar. A su fallecimiento, el sacerdote disponía que una de esas casas fuera disfrutada en vida por su hermano Gregorio, y que a la muerte de éste, la casa fuera dividida en dos partes, una de las cuales sería heredada por los descendientes de su hermano Gregorio, y la otra por los de su otra hermana, Josefa. Y en lo referente a la otra casa, en realidad sólo disponía del usufructo de la misma, por lo que disponía que pasase a poder de su sobrina Francisca Sanz Montero, tal y como había dispuesto ya en su testamento la propia María Montero. También era poseedor de algunas tierras en los alrededores de la ciudad, en el paraje conocido como la Cuesta de las Lecheras y en la corredera de Nohales, que también heredó el propio Gregorio. Finalmente, y en cuanto a los bienes muebles, mientras el propio Gregorio heredaba, además de algunas ropas, un cubierto de plata, su sobrina Catalina heredaba directamente de su tío una reliquia con un trozo del lignum crucis.

En cuanto al documento de dote matrimonial propiamente dicho, el mismo Juan Pérez expresaba de esta forma sus motivaciones al notario Felipe Sánchez: “En la ciudad de Cuenca, a diez y nueve de setiembre de mil ochocientos treinta y tres, ante mí el infraescripto escribano y testigos, Juan Pérez, de esta vecindad, dixo: Que tiene contrahido matrimonio in facie eclesiae con Catalina Montero, hija legítima de Gregorio Montero y de Isabel González, ya difuntos, la cual trajo a su poder por dote y caudal suyo propio, y ha heredado después de su difunto padre, como es público y notorio y aparece de la hijuela que le ha correspondido, cual se verá en el ynventario y partición hechos a consecuencia de la muerte de éste, los bienes que se especificarán; de los primeros ofreció desde un principio, otorgar a favor de la repetida su mujer el resguardo correspondiente, lo cual por varios motivos que han ocurrido no lo ha podido realizar; y como acaba de recibir los segundos, quiere y es su voluntad cumplir la promesa que tiene hecha, por lo que otorga y confiesa haber recibido real y efectivamente de la precitada Catalina Montero, su mujer, y que ésta en ambas ocasiones ha aportado al matrimonio, por dote y caudal suyo propio los bienes siguientes.”

En cuanto a los bienes reconocidos en el documento, hay que decir que el valor total de estos bienes sumaba la cantidad de 11.722 reales de vellón, una cantidad ciertamente elevada en aquella época. Estos bienes son de diferentes tipos. En primer lugar, y por lo que respecta a la dote matrimonial propiamente dicha, se cita una cantidad abundante de ropa, tanto de carácter personal como ropa de cama y mantelería, cuyo valor total llega a alcanzar una cantidad cercana a los tres mil reales. También era importante el mobiliario de la casa, entre lo que destacaba un caldero nuevo que estaba valorado en cien reales. También se citan algunos elementos de joyería y adornos personales, como, entre otros efectos menos valiosos, unos pendientes de oro y aljófar (pequeñas perlas de forma irregular) valorados en sí mismos en ochenta reales, y algunos complementos lujosos para el vestir femenino, como dos abanicos y tres pares de zapatos, uno de ellos de terciopelo, otro de raso y el tercero de pana. Especialmente curioso es un conjunto de objetos destinados al uso de los bebés, que estaba formado por un chupador, una bellota y un relicario con higa (dije, adorno, de azabache de coral, en forma de puño, que antiguamente se ponían a los niños pequeños para librarlos del mal de ojo), valorado todo ello en su conjunto en veinticuatro reales. Finalmente, y además de diversas cantidades obtenidas en metálico, que sumaban entre todas una cantidad ligeramente superior a los mil reales, hay que constatar también la herencia de algunas cantidades de cereal (trigo, centeno y avena) y de seis ovejas y seis primales.

Y entre los bienes heredados tras la muerte del padre de ella hay que destacar, algunos efectos de vestir masculinos, como una capa de paño negro con embozos de terciopelo, valorada en ciento sesenta reales, y un chaleco con botones de muletilla. Y entre los objetos de adorno para el hogar, cuatro cuadros y dos cornucopias, valorados en conjunto en veinte reales; una cubertería de plata de sesenta y ocho reales; una imagen de Cristo, también de plata, de siete reales y medio; y dos esculturas de talla, una de San Pantaleón y otra de Cristo, valoradas entre ambas en quince reales. Así mismo, un reloj que estaba tasado en el documento en la cantidad de veinte reales. Todo ello estaba muy lejos del valor que tenía la mula que el matrimonio había heredado también a la muerte del padre de Catalina, elemento muy necesario como sabemos en aquella época para el trabajo en el campo, y que estaba tasada en la cantidad de setecientos cincuenta reales.

El documento finaliza con el reconocimiento del propio Juan Pérez, en el sentido de que debería restituir a su esposa todo el alcance de estos bienes en el caso de que el matrimonio fuera disuelto por cualquier motivo en el futuro: “…de que el otorgante se da por contento y entregado a toda su voluntad, por haberlos recibido de la mencionada su mujer, y trahido ésta a su poder por dote y caudal suyo propio al tiempo que contrajeron matrimonio, y después, cuya entrega ha sido cierta y efectiva…y otorga en favor de la precitada su mujer, Catalina Montero, el resguardo más firme y eficaz que a su seguridad conduzca, la cual cantidad se obliga a restituir y entregar en dinero efectivo a la prenotada su mujer, o a quien su acción tenga, luego que el matrimonio se disuelva por cualquiera de los motivos prescriptos por derecho, y ello quiere apremiado por todo rigor, como también a la solución de las costas que en su exacción se causen, cuya liquidación defiere en su juramento…”

En definitiva, el documento demuestra que la familia Pérez Montero, dentro del  grupo social al que pertenecía, era quizá una familia cuando menos acomodada. Ello facilitaría cuarenta años más tarde que el hijo menor del matrimonio, Valentín Pérez Montero, pudiera iniciar al menos los estudios sacerdotales, aunque se sabe que no llegó a terminarlos, dedicándose después a diversos negocios que le permitieron crecer social y económicamente. Miembros del partido progresista y firme defensor del liberalismo, él y su hermano Julián se integraron en las filas de los Voluntarios de la Libertad, y con el tiempo, en 1873, llegaría el propio Valentín a alcanzar la alcaldía de la capital conquense durante el reinado de Amadeo I. Más tarde, durante la Primera República su sobrino Nemesio, uno de los hijos del propio Julián, sería también concejal del ayuntamiento capitalino.




[1] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1624. Año 1833. Ff. 211-216.
[2] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1542. Año 1813. Sin foliar.

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