domingo, 25 de diciembre de 2016

Carta de dote de Juan Pérez y Catalina Montero


El historiador italiano Carlo Ginzburg publicó en 1976 su ya clásico libro El queso y los gusanos, en el que a partir de un único proceso de la Inquisición reconstruyó toda una cosmogonía, una manera de entender el proceso de construcción del mundo, que era propio de un sector de la población del norte de Italia en las últimas décadas del siglo XVI. A partir de la historia de Domenico Scandella, un molinero de Friuli, una región de los Alpes orientales, al norte del Véneto, y conocido entre sus conciudadanos como Menoquio, el historiador creó una nueva manera de hacer historia en la que lo importante es más el detalle que las grandes teorías historiográficas. Y es que la microhistoria de Ginzburg, incorporada a lo que se conoce en Francia como la Nueva Historia nacida de la tercera generación de la Escuela de los Annales, es la historia de los hechos insignificantes, aquella que hubiera pasado desapercibida para los historiadores de la escuela tradicional, pero que al ponerla en su contexto contribuye a obtener una imagen más real de nuestro pasado.

Los archivos están repletos de documentos de este tipo, que analizados por separado parece que por sí mismos no tienen ninguna importancia. Hablan de personas insignificantes, que no llegaron a ocupar puestos de relevancia durante su vida: contratos de compra-venta de casas o de tierras, cartas de arrendamiento o de obligación, testamentos,... El documento de dote que presento a continuación no tiene, desde luego, la misma importancia histórica que el proceso inquisitorial incoado contra el molinero Menoquio, pero ayuda a comprender mejor a esos sectores sociales menos privilegiados, los sectores sin historia porque a menudo la historia les ha dado la espalda al menos con carácter individual, convirtiéndolos de este modo en algo parecido a una masa impersonal sin nombres ni apellidos.

Se trata de un contrato de dote matrimonial por el que Juan Pérez, hortelano y labrador conquense del primer tercio del siglo XIX, reconocía los bienes con los que su mujer, Catalina Montero, había contribuido al matrimonio, tanto en el momento en el que éste se había producido, como después, heredados por ella a la muerte de su padre, Gregorio Montero[1]. El documento está fechado el 19 de septiembre de 1833, y lo primero que podemos decir sobre él es que el valor total de los bienes recogidos es, como se verá, bastante mayor de lo que se podría pensar en un matrimonio perteneciente a este grupo social, ajeno a las clases privilegiadas e incluso a aquellos sectores intermedios, procedentes del mundo artesanal y de lo que hoy podríamos llamar profesionales liberales. Lo cierto es que, a primera vista, era la familia de la mujer, y principalmente por parte de la madre de ella, la que disponía de unos bienes que les permitían tener una vida cuando menos acomodada. Y además, lo avanzado de la fecha del documento, a finales del primer tercio del siglo XIX, y por lo tanto un tanto lejos ya de lo que había sido el Antiguo Régimen, ayuda a comprender mejor este hecho.

Un antecedente del documento es el testamento que el 29 de diciembre de 1813, en plena Guerra de la Independencia, redactaba el tío de Catalina Montero, Tomás Montero, presbítero, ante el notario Diego Antonio Valdeolivas[2]. En el testamento, el sacerdote dice ser hijo de Juan Montero, natural de Arcos de la Cantera, y de Felipa Villar, natural de Cuenca. Dice también que es feligrés de la parroquia de San Juan, de la propia capital conquense, de donde él mismo también es natural, y capellán en la capilla de la Ascensión que en esa misma iglesia parroquial había fundado María Ortega. Por ese motivo, desea ser enterrado en la sepultura propia que él mismo posee en esa iglesia, en la cual también estaban ya enterrados sus padres, o en caso de no poder hacerlo, en la propia capilla de la Ascensión, y que a su entierro acudan los miembros del cabildo de sacerdotes de Santa Catalina del Monte Sinaí, establecido en la ermita del Cristo del Amparo, como era preceptivo en los entierros de todos los miembros del cabildo. También estaba en posesión de dos capellanías más, a las que estaban vinculados ciertos bienes raíces en los pueblos de Villar del Águila y Olmeda de la Cuesta, cuya posesión heredó Manuel Saturnino Villar, cura que estaba destinado en la parroquia de la Santa Cruz de la ciudad de Cuenca. Uno de los anteriores poseedores de una de esas capellanías había sido Francisco Villar, prebendado de la catedral, es decir, racionero o canónigo de la misma.


Por lo que a nosotros más nos interesa, que es la herencia que de Tomás Montero pudo llegar a su sobrina Catalina, bien directamente o bien a través del padre de ésta, Gregorio, hay que decir que el sacerdote era propietario de dos casas contiguas en el barrio de San Martín, una heredada directamente de su tía, Úrsula Villar Heredia, y la otra que había heredado de su hermana, María Montero, la cual a su vez, la había heredado también de la citada Úrsula Villar. A su fallecimiento, el sacerdote disponía que una de esas casas fuera disfrutada en vida por su hermano Gregorio, y que a la muerte de éste, la casa fuera dividida en dos partes, una de las cuales sería heredada por los descendientes de su hermano Gregorio, y la otra por los de su otra hermana, Josefa. Y en lo referente a la otra casa, en realidad sólo disponía del usufructo de la misma, por lo que disponía que pasase a poder de su sobrina Francisca Sanz Montero, tal y como había dispuesto ya en su testamento la propia María Montero. También era poseedor de algunas tierras en los alrededores de la ciudad, en el paraje conocido como la Cuesta de las Lecheras y en la corredera de Nohales, que también heredó el propio Gregorio. Finalmente, y en cuanto a los bienes muebles, mientras el propio Gregorio heredaba, además de algunas ropas, un cubierto de plata, su sobrina Catalina heredaba directamente de su tío una reliquia con un trozo del lignum crucis.

En cuanto al documento de dote matrimonial propiamente dicho, el mismo Juan Pérez expresaba de esta forma sus motivaciones al notario Felipe Sánchez: “En la ciudad de Cuenca, a diez y nueve de setiembre de mil ochocientos treinta y tres, ante mí el infraescripto escribano y testigos, Juan Pérez, de esta vecindad, dixo: Que tiene contrahido matrimonio in facie eclesiae con Catalina Montero, hija legítima de Gregorio Montero y de Isabel González, ya difuntos, la cual trajo a su poder por dote y caudal suyo propio, y ha heredado después de su difunto padre, como es público y notorio y aparece de la hijuela que le ha correspondido, cual se verá en el ynventario y partición hechos a consecuencia de la muerte de éste, los bienes que se especificarán; de los primeros ofreció desde un principio, otorgar a favor de la repetida su mujer el resguardo correspondiente, lo cual por varios motivos que han ocurrido no lo ha podido realizar; y como acaba de recibir los segundos, quiere y es su voluntad cumplir la promesa que tiene hecha, por lo que otorga y confiesa haber recibido real y efectivamente de la precitada Catalina Montero, su mujer, y que ésta en ambas ocasiones ha aportado al matrimonio, por dote y caudal suyo propio los bienes siguientes.”

En cuanto a los bienes reconocidos en el documento, hay que decir que el valor total de estos bienes sumaba la cantidad de 11.722 reales de vellón, una cantidad ciertamente elevada en aquella época. Estos bienes son de diferentes tipos. En primer lugar, y por lo que respecta a la dote matrimonial propiamente dicha, se cita una cantidad abundante de ropa, tanto de carácter personal como ropa de cama y mantelería, cuyo valor total llega a alcanzar una cantidad cercana a los tres mil reales. También era importante el mobiliario de la casa, entre lo que destacaba un caldero nuevo que estaba valorado en cien reales. También se citan algunos elementos de joyería y adornos personales, como, entre otros efectos menos valiosos, unos pendientes de oro y aljófar (pequeñas perlas de forma irregular) valorados en sí mismos en ochenta reales, y algunos complementos lujosos para el vestir femenino, como dos abanicos y tres pares de zapatos, uno de ellos de terciopelo, otro de raso y el tercero de pana. Especialmente curioso es un conjunto de objetos destinados al uso de los bebés, que estaba formado por un chupador, una bellota y un relicario con higa (dije, adorno, de azabache de coral, en forma de puño, que antiguamente se ponían a los niños pequeños para librarlos del mal de ojo), valorado todo ello en su conjunto en veinticuatro reales. Finalmente, y además de diversas cantidades obtenidas en metálico, que sumaban entre todas una cantidad ligeramente superior a los mil reales, hay que constatar también la herencia de algunas cantidades de cereal (trigo, centeno y avena) y de seis ovejas y seis primales.

Y entre los bienes heredados tras la muerte del padre de ella hay que destacar, algunos efectos de vestir masculinos, como una capa de paño negro con embozos de terciopelo, valorada en ciento sesenta reales, y un chaleco con botones de muletilla. Y entre los objetos de adorno para el hogar, cuatro cuadros y dos cornucopias, valorados en conjunto en veinte reales; una cubertería de plata de sesenta y ocho reales; una imagen de Cristo, también de plata, de siete reales y medio; y dos esculturas de talla, una de San Pantaleón y otra de Cristo, valoradas entre ambas en quince reales. Así mismo, un reloj que estaba tasado en el documento en la cantidad de veinte reales. Todo ello estaba muy lejos del valor que tenía la mula que el matrimonio había heredado también a la muerte del padre de Catalina, elemento muy necesario como sabemos en aquella época para el trabajo en el campo, y que estaba tasada en la cantidad de setecientos cincuenta reales.

El documento finaliza con el reconocimiento del propio Juan Pérez, en el sentido de que debería restituir a su esposa todo el alcance de estos bienes en el caso de que el matrimonio fuera disuelto por cualquier motivo en el futuro: “…de que el otorgante se da por contento y entregado a toda su voluntad, por haberlos recibido de la mencionada su mujer, y trahido ésta a su poder por dote y caudal suyo propio al tiempo que contrajeron matrimonio, y después, cuya entrega ha sido cierta y efectiva…y otorga en favor de la precitada su mujer, Catalina Montero, el resguardo más firme y eficaz que a su seguridad conduzca, la cual cantidad se obliga a restituir y entregar en dinero efectivo a la prenotada su mujer, o a quien su acción tenga, luego que el matrimonio se disuelva por cualquiera de los motivos prescriptos por derecho, y ello quiere apremiado por todo rigor, como también a la solución de las costas que en su exacción se causen, cuya liquidación defiere en su juramento…”

En definitiva, el documento demuestra que la familia Pérez Montero, dentro del  grupo social al que pertenecía, era quizá una familia cuando menos acomodada. Ello facilitaría cuarenta años más tarde que el hijo menor del matrimonio, Valentín Pérez Montero, pudiera iniciar al menos los estudios sacerdotales, aunque se sabe que no llegó a terminarlos, dedicándose después a diversos negocios que le permitieron crecer social y económicamente. Miembros del partido progresista y firme defensor del liberalismo, él y su hermano Julián se integraron en las filas de los Voluntarios de la Libertad, y con el tiempo, en 1873, llegaría el propio Valentín a alcanzar la alcaldía de la capital conquense durante el reinado de Amadeo I. Más tarde, durante la Primera República su sobrino Nemesio, uno de los hijos del propio Julián, sería también concejal del ayuntamiento capitalino.




[1] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1624. Año 1833. Ff. 211-216.
[2] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1542. Año 1813. Sin foliar.

sábado, 26 de noviembre de 2016

Una historia del teatro conquense




 No cabe duda que los siglos XVI y XVII son los años más importantes de la literatura española en todos los aspectos, y quizá sea en éste del teatro, en el que este hecho pueda apreciarse con una mayor claridad. Figuras como Lope de Vega, Calderón de la Barca, Tirso de Molina, y tantos otros, han contribuido a ello, y en la actualidad tanto sus obras como sus vidas son suficientemente bien conocidas por los especialistas, los estudiosos y simplemente también por los curiosos en general. Sin embargo, hay otros aspectos relacionados con este mundo apasionante del teatro que todavía se mantienen ocultos, y éste de los coliseos teatrales, los edificios en los que se celebraban las diferentes representaciones dramáticas o cómicas, en las ciudades de provincias, es uno de ellos Si bien es cierto, eso sí, que en los últimos años se han hecho algunos esfuerzos para sacar a la luz este tipo de edificios.
            Esto es precisamente lo que ha intentado, y ha realizado, en su último libro Martín Muelas Herraiz: sacar a la luz el viejo teatro de comedias que existió en nuestra ciudad desde finales del siglo XVI hasta muy avanzada la centuria del XVIII, en un recoleto lugar del barrio de San Esteban[1], y que no hay que confundir con ese otro teatro, el nuevo, que fuera levantado ya en el siglo XIX en la calle Bronchales, actual calle Alonso de Ojeda, por dos primerizos empresarios conquenses. Tan imbricado estaba ese edificio, vinculado por cierto, como tantos otros edificios de la época, con el sector eclesiástico, que al final terminó por dar nombre a la calle en la que éste se levantaba. Durante muchos años esa calle se llamaba en todos los documentos calle del Teatro, y todavía a principios del siglo pasado en algunos lugares aparecía como calle del Teatro la que ahora se denomina calle Canaleja.
En resumen, un libro completamente necesario éste que ha sido publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha, y que nos permite conocer un poco más algunos aspectos tanto tiempo olvidados de lo que fueron las representaciones teatrales en nuestra ciudad. De la prontitud de la construcción del coliseo conquense da fe Rafael González Cañal en el prólogo del libro: “Ahora sabemos que Cuenca tuvo un corral de comedias en una fecha relativamente temprana, 1587, gracias a la iniciativa privada, siguiendo la estela de los casi recién creados corrales madrileños: el de la Cruz (1579) y el del Príncipe (1582). Además, se analiza su funcionamiento y las sucesivas etapas por las que fue pasando, hasta que en 1767 comienzan los intentos, que se verán frustrados, de construir un nuevo coliseo. Habrá que esperar hasta 1820 para que Cuenca vuelva a contar con un espacio cerrado para representaciones teatrales.”
De alguna manera, ésta es la historia de Cuenca durante dos siglos de su existencia, o al menos es la historia de una parte de ella, de la parte que tiene que ver con el entretenimiento de sus habitantes. Martín Muelas nos describe de qué manera  se gestó la idea del teatro conquense. A partir de las dos últimas décadas del siglo XVI, y a iniciativa de Diego Pérez de Teruel, relacionado familiarmente con linajes como los Montemayor y los Cañamares, y vinculado por este motivo con algunos edificios tan importantes para el urbanismo conquense como el convento de la Concepción, en la cercana Puerta de Valencia, o las propias Casas Colgadas. Y ya en el siglo XVII, la creación por parte de Jerónimo de Venero y Leyva, abad de la Sey y canónigo diocesano, titular después del arzobispado de Monreal, en Sicilia, del Colegio de Niños de la Doctrina, significó para el teatro de comedias conquense una nueva etapa, vinculada completamente al sector eclesiástico. A partir de este momento, la fundación pía y el teatro estuvieron durante bastante tiempo vinculados entre sí, el segundo como forma de sufragar los gastos que el primero llevaba consigo, hasta que a mediados del siglo XVIII hubo que buscar nuevos espacios temporales por la ruina en la que se encontraba el patio de comedias de San Esteban.
Como ya hemos dicho, no se puede confundir este edificio con ese otro de la calle Alonso de Ojeda, que fuera levantado en 1820, y del que ahora se necesita una nueva investigación con el fin de completar así, junto a la ya más conocida realidad del siglo XX (desde los viejos teatros de sus primeras décadas, pasando por el Xúcar y por el actual Teatro Auditorio), la completa realidad del teatro conquense (no debemos dejar de lado, tampoco, las antiguas representaciones dentro de la catedral, como ambientación de algunas fiestas religiosas). A propósito, en el Archivo Histórico Provincial de Cuenca se conserva un documento curioso relacionado con ese otro teatro de Alonso de Ojeda: allá por la década de los años treinta del siglo XIX, no mucho tiempo después de haber sido inaugurado, los empresarios del nuevo teatro conquense, Valentín Pérez y Eugenio Martínez de Rozas, denunciaban a una compañía de cómicos toledana, y en concreto a las dos personas que la representaban, los actores Juan Sánchez y José Laurel, reclamándoles la cantidad de mil setecientos setenta y cuatro reales, que los dos empresarios conquenses les habían adelantado por una representación que algunos años después aún no se había celebrado. Por ello, firmaban ante el notario conquense Felipe Sánchez Naranjo un poder a favor de dos procuradores de la ciudad del Tajo, para que fueran representados por ellos en dicho pleito[2].



[1] Como es sabido, hasta mediados del siglo XIX la iglesia de San Esteban no se encontraba donde ahora está, sino en el interior de la parte amurallada de la ciudad, formando un complejo urbanístico de carácter religioso y asistencial con el convento de religiosas bernardas y el hospital de Santa Lucía. No sería hasta mediados de aquella centuria cuando la parroquia fuera trasladada a la parte moderna de la ciudad, ocupando el edificio que hasta entonces había sido el ahora desamortizado convento de San Francisco.
[2] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Protocolos Notariales. P-1624 (Felipe Sánchez Naranjo, 1828-1841).


sábado, 5 de noviembre de 2016

Nuevo curso de Historia Contemporánea de Cuenca


Durante los próximos días 22, 23 y 24 de noviembre se va a desarrollar en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, una nueva edición, la tercera, de los cursos de Historia Contemporánea de Cuenca, que se iniciaron hace ya dos años, aprovechando la coyuntura de los ciento cuarenta años del más trágico suceso que vio la ciudad durante toda su historia contemporánea, esto es, la conquista de la ciudad por las tropas a sí mismas llamadas legitimistas, en el marco de la Tercera Guerra Carlista, y que tuvieron su continuidad al año siguiente. La idea de la organización es avanzar en el estudio de la historia de Cuenca, y en concreto de su historia contemporánea, y en este sentido, si durante aquel primer curso se realizó una visión de la ciudad y la provincia durante aquellas no tan lejanas guerras carlistas, y si el año siguiente se estudió ese mismo marco geográfico durante el periodo de la Restauración, la mirada de este nuevo curso estará puesta sobre el reinado de Alfonso XIII y su viaje ideológico entre la democracia y la dictadura primorriverista.

            El curso nace con vocación de continuidad, y por lo tanto, la mayor parte de los ponentes son los mismos que en los dos cursos anteriores; y no sólo eso, sino que, además, las temáticas de sus ponencias estarán íntimamente relacionadas con las de los dos cursos anteriores. Así, la primera conferencia, este año como en los dos años anteriores, correrá a cargo de Miguel Romero, cronista oficial de Cuenca, que será el encargado de llevar a cargo la conferencia marco del programa, bajo el título España y Cuenca durante el reinado de Alfonso XIII, Y ese mismo día, María Fraile Yunta, profesora tutora de Historia del Arte en la sede conquense de la Universidad Nacional de Educación a Distancia y la única debutante del ciclo, hablará también ese primer día del curso sobre Cuenca en la mirada de los pintores entre 1907 y 1927.

            Las dos conferencias del segundo día irán a cargo de tres profesionales que también han estado presentes en el programa desde sus inicios. Así, también este año se hablará de arqueología, y en concreto de la arqueología urbana La conferencia, bajo el título Arquitectura y Arqueología durante el primer tercio del siglo XX. El caso de Cuenca, correrá a cargo de los arqueólogos Miguel Ángel Muñoz García y Santiago David Domínguez Solera, quienes, bajo el auspicio de su propia empresa Ares Arqueología, han llevado a cabo multitud de prospecciones arqueológicas por toda la provincia, destacando en diversos trabajos de excavación cuyo marco cronológico se corresponde también con el periodo estudiado. Por su parte, Diego Gómez Sánchez, profesor de la Universidad de Castilla-La Mancha y estudioso de la muerte en la ciudad de Cuenca a través de sus diversos cementerios y enterratorios, estudiará las vicisitudes por las que tuvo que pasar el actual cementerio de Cuenca durante su creación y sus primeros años de vida. El título de su conferencia también es clarificador: Gestación, nacimiento y primeros años del nuevo cementerio municipal de Cuenca (1885-1920).

            Para el último día están reservadas las conferencias de temática económica y militar. Así, Emilio Guadalajara, estudioso de las tradiciones conquenses y de la historia económica en todas sus facetas, hablará sobre El desarrollo hidroeléctrico en Cuenca. El salto de Villalba de la Sierra, que precisamente tiene su origen durante el reinado del monarca Borbón. Finalmente, Julián Recuenco, director del ciclo desde su creación hace dos años, dará una vuelta de tuerca más a un personaje olvidado, un militar conquense que nació lejos de Cuenca pero que no por eso deja de ser una de las figuras más interesantes de la Cuenca de entresiglos: el general Federico Santa Coloma. En esta ocasión, y bajo el título De coronel a general. Federico Santa Coloma y la Guerra de África, desgrana las vicisitudes de la última etapa de su vida, la que se corresponde con la Guerra de África, en la que logró su ascenso a general, y sus etapas como gobernador militar de Málaga y de Gerona.

            Pero además, este año el curso viene con una sorpresa más: el segundo día del ciclo, entre las conferencias de Miguel Ángel Muñoz y Santiago David Domínguez por una parte, y la de Diego Gómez, se presentará el libro que, bajo el título Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX, contiene las actas de los dos cursos anteriores, libro que ha sido publicado por la Diputación Provincial de Cuenca, y que permite que las palabras pronunciadas por los ponentes en los dos años anteriores no sean arrastradas por el viento del olvido. Porque lo escrito, escrito queda, permaneciendo para siempre, negro sobre blanco, para futuros investigadores y curiosos de nuestra historia.

sábado, 17 de septiembre de 2016

Ser o no ser “biempensante”


En la sociedad en la que vivimos hoy en día, seguramente igual que ha sucedido en todas las sociedades anteriores, sea cual sea el tipo a la que esas sociedades pertenezcan, puede resultar complicado apartarse de las posturas oficiales, esas que han venido a llamarse “biempensantes”. Pero, ¿qué significa este término en realidad, tan usado en la actualidad? A mi modo de ver no significa, ni más ni menos, que cualquier persona es libre de pensar cualquier cosa que le venga en gana siempre y cuando, eso sí, sus posturas no se alejen demasiado de aquéllas que han sido consideradas por la mayor parte de la población dentro de la más puras ortodoxia. Significa que un pensamiento .sólo puede ser considerado bueno, y por lo tanto su autor es premiado con todo tipo de felicitaciones sociales, cuando entra dentro de lo que la sociedad considera normal o propio. Sin embargo, cualquier pensamiento heterodoxo, alejado de ese “biempensamiento” social, es tildado por la sociedad, como mínimo, de locura o burla, después de haber sido sometido a este nuevo tipo de inquisición moderna. Y sus propietarios son marcados socialmente como locos, tontos, o incluso enfermos sociales. Desde luego, ya no son enviados, como antaño, a las hogueras inquisitoriales, pero sí a otro tipo de hogueras virtuales, no por ello menos dolorosas e injustas.

            Existen diferentes niveles de eso a lo que yo he llamado “biempensamiento oficial”. A un nivel universal, por ejemplo, podría considerarse dentro de este tipo de creencias todo lo que tiene que ver con el famoso calentamiento global del planeta. Es cierto que en los últimos años se están derritiendo los polos, que las selvas desaparecen a marchas forzadas, que se producen terremotos e inundaciones, quizá más que en otras épocas. Pero ¿es realmente el hombre, con toda su insignificancia en el conjunto del universo, tan poderoso para derrotar mortalmente a la naturaleza? Ni siquiera considero necesario aludir, como contrapartida a estas tesis, a los diferentes periodos interglaciares que se sucedieron sobre el planeta hace muchos miles de años, porque fenómenos parecidos, si bien no tan marcados, se han venido repitiendo también en los tiempos históricos. Groenlandia, cuando fue descubierta en el siglo X por pueblos vikingos procedentes de Islandia, fue llamada con este término de origen danés que significa “tierra verde”. Por otra parte, el grosor de los anillos fosilizados testifica que hasta el siglo XIII, aproximadamente, la temperatura del planeta había permanecido, como ahora, en un proceso de elevación, y que fue a partir de ese momento cuando el planeta sufrió un repentino enfriamiento, hasta llegar en su periodo álgido a la segunda mitad del siglo XIX. A partir de ese momento empezó a sufrir otra vez por un proceso inverso de calentamiento, que si bien es cierto que en las últimas décadas se está agravado por la emisión de CO2, no puede ser éste el único factor que lo provoca. Y aunque está bien intentar limitar la emisión de los gases que magnifican este calentamiento, no parece del todo claro que podamos ser capaces de evitar este proceso que tanto nos preocupa.

            A niveles regionales, y me estoy refiriendo ahora en concreto a Cataluña, ahora que está tan de modo ese desafío soberanista e independentista, el pensamiento “biempensante” está regido desde las instancias políticas más cercanas al poder, y por eso es tan difícil defender en Cataluña postulados opuestos a ese desafío. Después de tantos años de una educación dirigida en beneficio de la soberanía catalana, ya no se contentan con poder en boca de algunas personas que no piensan como ellos palabras que nunca han dicho, tergiversando opiniones en su beneficio. Ni tampoco se contentan con esas reinterpretaciones de la historia que son clásicas desde hace muchos años (le Guerra de la Sucesión, el reino catalán, la traición a Companys cuando el realidad el único traidor fue él,…)

Desde un tiempo a esta parte, instituciones o asociaciones como la Asamblea Nacional Catalana se han obstinado por catalanizar a personajes que nunca tuvieron nada que ver con Cataluña, sólo por glorificar más la supuesta “nación catalana”. Personajes como Cristóbal Colón, o el propio Miguel de Cervantes, y ahora han rizado el rizo con nuevas aseveraciones que se refutan por sí mismas. Así, según el pensamiento “biempensante” en Cataluña, por ejemplo, el único motivo que movió a los militares que en 1936 se levantaron contra la república (Segunda República Española, no lo olvidemos), fue el de hundir el estado catalán. Y no contentos con ello, incluso, hacen un guiño al imperialismo, catalán por supuesto, para asegurar que Carlos V nunca estuvo en el monasterio de Yuste después de abdicar en beneficio de su hijo, Felipe II. Según este “biempensamiento” oficial en Cataluña, donde el viejo emperador se retiró no fue otro lugar que el convento barcelonés de Saint Jeroni de la Murtra. Incluso hablar de una Cataluña romana, completamente diferente al resto del imperio romano incluso en la misma península ibérica.

Soy consciente de que al escribir estas líneas he podido atraerme la animadversión de ese pensamiento oficial catalán defendido por la A.N.C.; eso en el caso de que estas líneas hayan podido llegar hasta ellos, lo cual me alegraría enormemente, pues significaría que han tenido una repercusión mayor de lo que yo nunca hubiera imaginado. Lo otro, lo relacionado con el calentamiento global del planeta, es más bien un asunto de opiniones.

              

sábado, 3 de septiembre de 2016

Un paseo por la historia de Europa de la mano de Tony Judt


Sin duda, uno de los mejores conocedores de Europa fue el historiador inglés Tony Judt. Y lo es porque, aunque nació en las islas británicas en el mes de enero de 1948, él mismo formaba parte de esa Europa conjunta y diferenciada que se desarrolló después de la Segunda Guerra Mundial, la Europa de los dos bloques y de las repetidas migraciones en busca de la identidad perdida o soñada. Su padre, judío originario de Bélgica, se había visto obligado a emigrar de niño, primero hacia Irlanda y más tarde hacia Inglaterra, y su madre había hecho lo propio desde su Rusia originaria hasta Rumanía. Y lo es también por su importante formación académica, obtenida en el King’s College de la Universidad de Cambridge. Y él mismo tuvo que someterse a su propia migración interior: pensador libre como pocos, a pesar de su pasado judío, y a pesar también de que durante la Guerra de los Seis Días había estado trabajando como conductor de ambulancias y como traductor para el ejército israelí, terminó por criticar al estado de Israel por tergiversar, con su actuación posterior, el significado del holocausto. En la Universidad de Nueva York fundó el Instituto Erich María Remarque y la cátedra de estudios europeos. Judt falleció en agosto de 2010, dos años después de que se le hubiera diagnosticado esclerosis lateral amiotrófica.

            Aunque sus primeros trabajos publicados en los años setenta estaban dedicados a la historia de la izquierda francesa, Tony Judt amplió sus horizontes intelectuales con su libro ¿Una gran ilusión?: un ensayo sobre Europa, un primer acercamiento a la historia de Europa en su conjunto, que después desarrollaría con más intensidad en sus dos obras más conocidas por el público español: Sobre el olvidado siglo XX, una recopilación de artículos que el autor había publicado antes por separado en el periódico The New Yorker, y éste que ahora comentamos, Postguerra, una completa historia de Europa desde 1945. A medio camino entre la historia y la memoria, el autor explica en las primeras páginas del libro cómo nació éste:

            “La primera vez que pensé en escribir este libro fue mientras hacía un trasbordo en la estación terminal de Viena, la Ewstbahnhof. Era diciembre de 1989, un momento propicio. Acababa de regresar de Praga, donde los dramaturgos e historiadores del Foro Cívico de Václav Havel estaban desmantelando un Estado policial comunista y arrojando cuarenta años de socialismo real al basurero de la historia. Pocas semanas antes el Muro de Berlín había caído inesperadamente. En Hungría, y también en Polonia, toda la población se hallaba entregada a los desafíos de la política postcomunista: el antiguo régimen, todopoderoso hasta tan sólo unos meses antes, se perdía en la insignificancia. El Partido Comunista de Lituania acababa de declararse a favor de la independencia inmediata de la Unión Soviética. Y en el taxi de camino a la estación, la radio austriaca emitía las primeras noticias sobre una revuelta contra la dictadura nepotista de Nicolae Ceausescu en Rumanía. Un terremoto político estaba sacudiendo la congelada topografía de la Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial.”


            Sin embargo, el libro no es sólo memoria, a pesar de que los acontecimientos narrados, por recientes, forman parte de la memoria de todos los europeos mayores de treinta años. Postguerra es uno de los claros ejemplos de esos que se ha venido a llamar historia del tiempo presente, forjado a raíz de la impresionante formación de su autor como historiador y europeísta. A lo largo de sus diferentes capítulos, el autor va desgranando toda la historia del continente desde el día, todavía no tan lejano, en el que se produjo la caída del nacismo, y Alemania, el país que lo había creado, quedó dividido en cuatro bloques, administrado cada uno de ellos por uno de los ejércitos aliados que habían ganado la guerra. A partir de las páginas de Judt se comprende mejor por qué Europa, después de la Segunda Guerra Mundial, se partió en dos mitades antagónicas, separadas por ese muro ideológico que fue el telón de acero, y se entiende mejor esa guerra fría que si bien, nos dice el autor, nunca corrió peligro de convertirse en otra guerra caliente, porque ninguno de los contendientes llegó nunca a tener la intención real de hacerlo, sirvió al menos para mantener el equilibrio de fuerzas entre los dos bloques. Y se entiende lo que significaron realmente los movimientos revolucionarios de los años sesenta, que se extendieron, con sus diferencias, entre los dos bloques, y también las crisis de los años setenta, la llamada crisis del petróleo y la crisis de las últimas dictaduras existentes en el bloque occidental, como la de España.

            Pero si bien el libro fue pensado por su autor en los años finales del comunismo, cuando ya estaba naciendo en la Europa oriental un mundo nuevo, éste tardaría aún quince años en ser escrito. De esta manera, la obra se beneficia aún más con todos los sucesos posteriores, y llegando así a abarcar también los hechos que siguieron a ese final del comunismo. Es cierto que la historia nunca se termina, que los sucesos del ayer determinan el presente, y que éste, a su vez, determina de alguna manera también el porvenir. Entonces, ¿dónde poner fin a una narración histórica? El libro fue publicado en su versión original, en Inglaterra, en el año 2005, y ese, y no otro, es el límite final de la obra. Así pues, la última parte del libro está dedicada a estudiar los hechos que sucedieron tras la caída del comunismo: el crecimiento de las posturas nacionalistas en todos los países del bloque oriental, que beben de la propia caída del comunismo y provocó el nacimiento, o el renacimiento, de nuevos estados independientes; las guerras de Yugoslavia, que beben a su vez de ese renacer de los nacionalismos, pero que en realidad se debieron a la intransigencia y el egoísmo de algunas personas individuales, personas que eran de este siglo XX y no de la época de las guerras balcánicas o de la Primera Guerra Mundial; el renacer de los nacionalismos también en el bloque occidental, menos peligrosos que los nacionalismos orientales por el diferente punto de partida del que arrancaban, pero que no estaban exentos tampoco de algunos brotes de violencia; el gran desarrollo vivido en los últimos años por la Unión Europea, con la creación de la moneda única y los nuevos países que todavía se hallan en proceso de integración en ésta.

            En resumen, una auténtica lección de historia. Y como toda buena lección de historia, una propuesta para el presente y también para el futuro. Un presente y un futuro que están llenos de interrogantes para Europa y también, desde luego y como parte integrante de Europa, para España. ¿Podemos tomar alguna lección de su lectura para dar respuesta, por ejemplo, al importante desafío soberanista que nos depara Cataluña? Desde luego, ni los condicionantes históricos ni la situación económica son los mismos que en la Europa postcomunista de principios de los años noventa, a pesar de la grave crisis económica de la que todavía no nos hemos terminado de recuperar, y si alguna lección hay que buscar respecto a ello, debería hacerse entre los capítulos dedicados a los diversos nacionalismos occidentales, que también se desarrollaron, como hemos dicho, con el fin del siglo XX, desde el Reino Unido hasta Italia, pasando por Bélgica, Francia, o incluso Alemania. Pero de lo que no cabe duda es de que si algún día Cataluña se separa de España, empobreciendo con ello a los catalanes tanto o más que al resto de los españoles, el resto de nacionalidades europeas (Escocia y Córcega, Lombardía y el Trentino o la Bélgica flamenca,…) caerán después fácilmente, como un castillo de naipes, o como una de esas construcciones lúdicas formadas con las fichas del dominó, empobreciendo a su vez al conjunto del continente europeo.

viernes, 12 de agosto de 2016

Crónica del Rey Pequeño


Los conquenses sabemos muy bien quién era Alfonso VIII. Sabemos bien que fue éste el rey castellano que conquistó definitivamente Cuenca en 1177, quitándosela a los moros para siempre. Sabemos que Cuenca fue la primera ciudad importante que conquistó este joven monarca castellano, llamado el Bueno y el Noble por sus súbditos, y que por ello se encariñó de la ciudad, hasta el punto de que le dio un obispado, uno de los más grandes obispados de la Castilla medieval, y un término, un alfoz, que abarcaba gran parte de la serranía, y uno de los fueros más importantes de la época, espejo en el que se miraron otros fueros posteriores. Y sabemos quién fue su esposa, Leonor, la hija de una de las mujeres más poderosas de Europa en aquel lejano siglo XII. Y sabemos también que en Cuenca nació Fernando, su hijo primogénito, el destinado a reinar en el trono de Castilla pero que no llegó a hacerlo porque el destino le quitó la vida antes de la muerte de sus padres.

            Pero, ¿sabemos realmente los conquenses quién era de verdad Alfonso VIII y lo que representa en la España de su época? El futuro Alfonso VIII vivió y creció en uno de los periodos más cruciales de ese período difícil, trágico, que conocemos con el nombre de la Reconquista. Hijo de Sancho III, quien apenas logró reinar tres años antes de haberle dejado en manos de sus nobles; nieto de Alfonso VII, llamado así mismo el Emperador porque gobernó diferentes reinos de la península, aunque después el mismo lo volvió a distribuir entre sus hijos a su antojo; nieto de Urraca, quien a su vez estaba casada con otro Alfonso que en realidad no fue nunca rey de Castilla, sino de Aragón,… El joven Alfonso llegó a ese particular “juego de tronos” que era la península ibérica durante el siglo XII cuando todavía era u niño. Castilla en ese momento estaba sometida a una especie de guerra civil entre las dos familias más poderosas del reino, los Castros y los Laras, guerra que además sería aprovechada en beneficio propio por el tío del joven monarca, Fernando II de León.

            Alfonso creció como rey, pero un rey sometido a la tutela de aquellas dos familias. Por eso los árabes le llamaron “el rey pequeño”, aunque el tiempo terminaría por convertirlo en uno de los reyes más grandes de Castilla. Y alcanzada la mayoría de edad cuando cumplió los quince años, se vio por fin libre de aquella tutela. Los Castro, que no contentos aún con aquella antigua alianza con el rey de León habían incluso firmado una nueva alianza con los almohades, habían caído ya en la desgracia real. Los Lara, siempre fieles a Alfonso, habían ganado la guerra, y el jefe de la casa, don Nuño Pérez de Lara, muerte en 1177 durante el sitio de Cuenca, se había convertido en la persona más importante del reino después del propio monarca. Además, su boda con Leonor, la hija de Leonor de Aquitania y de Enrique II de Inglaterra, la hermana de Ricardo Corazón de León y del felón Juan Sin Tierra, aumentó el poder de Castilla dentro del continente europeo y permitió la llegada a la península de guerreros gascones y de los mejores artífices del gótico europeo, algo que ya se había iniciado en las décadas anteriores gracias a los monjes cirtescienses lo que sin duda ayudó a convertir a la catedral conquense en una de las grandes obras de ese estilo artístico en España. Después, y aunque la derrota en Alarcos en 1195 había puesto freno temporalmente a la expansión cristiana hacia el sur, la victoria definitiva contra los almohades en Las Navas de Tolosa, en 1212, permitió a las tropas castellanas alejar de la meseta la frontera, con lo que ello supondría en cuanto a la repoblación de los territorios conquenses y alcarreños.

            Todo ello es lo que nos cuenta Antonio Pérez Henares en su última novela, titulada precisamente tal y como los árabes llamaron a ese rey tan nuestro, tan de Cuenca, “El Rey Pequeño”. Y lo hace con un lenguaje y un estilo narrativo con el que al lector apenas le cuesta trabajo viajar hasta esa Edad Media de poemas juglarescos y de lances de caballería. Pero también, a la Edad Media de los recueros y de las gentes de villa, obligados siempre a trabajar para un señor distante, lejano, y deseosos por ello, siempre, de poder establecerse en un lugar de realengo, con fuero, en el que sólo tendrían que rendir cuentas al monarca. Lugar de realengo con fuero, como lo fue Cuenca, o la Atienza donde crece y empieza a hacerse hombre Pedro el Pardo.

            Y es que en la novela se nos muestran algunos personajes históricos, reales, de la Castilla del siglo XII, como Alfonso VIII y su esposa, Leonor; o Cerebruno, obispo de Sigüenza y después Rodríguez de Castro; o los otros reyes cristianos, Fernando II de León, o Alfonso II de Aragón, o Sancho VII de Navarra; o los califas almohades, Abu Yacub, o Abu Yusuf al-Mansur, el Victorioso. Pero con ellos hay también otros personajes de ficción, tan importantes para la narración como los personajes históricos: los dos hermanos juglares, Fortum y Elisa; o Domingo de Urgel, el caballero calatravo, o Constanza de Castro, espía entre los mismos miembros de su familia en beneficio del reino castellano. O, sobre todo, Pedro el Pardo, narrador y protagonista de la novela más aún que el propio Alfonso el Noble, y el resto de su familia alcarreña de recueros, labradores y canteros.

            En definitiva, un mundo duro de frontera, un verdadero “juego de tronos” donde las enemistades y las alianzas no saben siquiera de razas y de etnias. Pérez Henares, durante la presentación del libro en Cuenca, contaba que en una tumba de la vieja Recopolis los arqueólogos habían encontrado juntos, enterrados al mismo tiempo, los restos de dos hombres. Uno era un viejo caballero castellano de complexión casi gigantesca, y el autor lo convirtió en el padre de su protagonista. El otro, aunque había sido enterrado también por el rito cristiano, conservaba aún junto a su cuerpo un amuleto musulmán. Un reflejo sin duda de lo que fue ese mundo de fronteras en los duros, terribles, años de aquella lejana centuria.

domingo, 17 de julio de 2016

17 de julio de 1936: una historia familiar


En la mañana del 17 de julio de 1936, hace ahora exactamente ochenta años, las guarniciones militares que se hallaban al otro lado del estrecho, es decir, las de Melilla, Ceuta y Tetuán, se sublevaron contra el gobierno de la República Española, iniciándose de esta manera el golpe de estado que tendría carácter nacional al día siguiente, cuando los generales Francisco Franco y Luis Orgaz tomaron un avión desde Las Palmas para ponerse al frente del levantamiento. Un golpe de estado que se convirtió en una sangrienta guerra civil que duró casi tres años, y que terminaría por provocar la muerte a un indeterminado número de españoles. Los historiadores no se ponen de acuerdo al numerar los muertos de la guerra, pero probablemente se acercaron al millón de personas, entre los que murieron a causa directa del conflicto, bien en el frente o bien por culpa de los bombardeos, y los que murieron lejos del campo de batalla, por malnutrición, hambre o enfermedades asociadas a la guerra.

            No es mi intención traer a estas líneas, para conmemorar este hecho que nunca debería repetirse, las grandes batallas de la Guerra Civil, sino una sencilla historia familiar que, de alguna manera, también forma parte de esa historia. En 1976, el historiador italiano Carlo Ginzburg publicaba El queso y los gusanos, que no fue traducido al castellano hasta 1994. En este libro, el italiano reconstruía la vida de un molinero del siglo XVI que había sido procesado por la Inquisición por su original visión del cosmos; en efecto, a través de un único proceso inquisitorial, Ginzburg pudo demostrar que existía en la comarca de Friuli, en la que vivía el molinero Menocchio, toda una forma heterodoxa de ver el mundo que durante años trajo de cabeza a la Iglesia católica. Con el historiador italiano había nacido la historia nueva o microhistoria.

            No es que con la historia de los hermanos Pérez Llandres se vaya a renovar por completo la historiografía de la Guerra Civil. Pero sí es cierto que su historia forma parte de esa guerra, como la de tantos y tantos españoles que lucharon en un bando u otro, algunos de ellos voluntarios, la mayoría obligados por una situación en la que ellos no habían tenido nada que ver. Los hermanos Pérez Llandres descendían de una familia de labradores, una familia que en parte tenían una tendencia política de carácter progresista. Valentín Pérez Montero, había sido en 1871 alcalde de Cuenca, durante el reinado de Amadeo I, y había sido elegido por sus compañeros capitán de la compañía de granaderos de la Milicia Nacional, y poco después, en los años de la Primera República, comandante de los Voluntarios de la Libertad, en cuyas filas también estaba su hermano, Julián Pérez Montero, el bisabuelo de nuestros protagonistas. Por su parte, el abuelo, Nemesio Pérez Vindel, había sido también concejal en los primeros años de la Restauración, integrado en el Partido Progresista.

Juan Antonio Pérez Llandres, el mayor de los hermanos, era guardia civil, y estaba destinado en Madrid aquel 17 de julio en que estalló el conflicto. Algunos meses antes le habían ofrecido el traslado a Toledo, traslado que rehusó. ¿Cuál hubiera sido su destino durante la guerra de haber aceptado el traslado? ¿Habría sido entonces uno de los cerca de mil guardias y falangistas que se encerraron en el Alcázar de Toledo en los primeros meses de la guerra al mando del coronel Moscardó? ¿Habría sobrevivido a aquélla situación difícil, convirtiéndose entonces en uno de esos “héroes del Alcázar” para la historiografía nacional? Difícil es saberlo. Lo cierto es que permaneció en Madrid, y en Madrid fue uno de los guardias civiles que, en compañía de un grupo de milicianos, asaltaron el 20 de julio el madrileño Cuartel de la Montaña, en el que se había refugiado el general Fanjul con un grupo de militares pronunciados. La victoria del Cuartel de la Montaña fue crucial para que el golpe no llegara a triunfar en la capital, y en el asalto también participó Valentín González, el afamado “Campesino”, que en los meses siguientes se convertiría en uno de los más destacados líderes republicanos.
            El embarazo de su esposa primero, y después el nacimiento de su primera hija en abril de 1937, facilitaron su traslado a la retaguardia en su ciudad natal, Cuenca, en los primeros meses de la guerra. En la ciudad del Júcar no había entonces ninguna guarnición militar, y la Guardia Civil, que desde un primer momento se había mantenido fiel al gobierno constituido, era necesaria para mantener el orden. Esto le mantuvo ya lejos del frente, y una vez terminada la guerra, y después sin duda de haber tenido que enfrentarse a una comisión para depurar las posibles responsabilidades, tuvo que hacer frente a otra guerra distinta, no declarada pero guerra al fin y al cabo, contra los guerrilleros del Maquis. Los años de la guerra, por otra parte, le habían supuesto un ascenso a cabo primero, de la que él nunca llegó a enterarse hasta los años ochenta, un cuarto de siglo después de haber pasado a la reserva, porque el superior que le había ascendido no había seguido los trámites adecuados, y porque el gobierno de Franco nunca reconoció muchos de los ascensos concedidos por el bando republicano.

Su hermano Esteban era un joven de apenas unos dieciocho años cuando se presentó voluntario ante las autoridades republicanas y fue enviado al frente del Ebro. Nunca regresaría de la guerra y ni siquiera pudo recuperarse su cuerpo. En el transcurso de aquella batalla, las tropas franquistas abrieron las esclusas de los embalses de la cabecera del río, provocando con ello una inundación que hizo que muchos soldados republicanos murieran ahogados, aumentando con ello la desolación en el ejército que se mantenía fiel al gobierno. Luis María Mezquida refleja bastante bien la situación: “Particularmente dramáticas fueron las últimas jornadas de la retirada por cuanto a la hostilidad de los carros de combate se unió la aviación en bombardeo y picado. Los batallones se agruparon en torno a la pasarela entre Vinebre y Ascó, puente especial de Jarde (volado a las 6 horas del día 11), puente de hierro de Flix y paso sobre la presa de la central eléctrica, para ganar la otra orilla. Algunas tropas efectuaban la evacuación utilizando botes y barcazas, y muchos soldados atravesaron el río nadando, pereciendo bastantes en el empeño.”[1]

            Una vez terminada la guerra, el dolor provocado por ésta siguió aún haciendo mella en la familia Pérez Llandres. A la muerte de Esteban habría que añadirse en los días siguientes el proceso  criminal al que sería sometido el suegro de Juan Antonio, Florencio Royuela Santa Coloma. Miembro del sindicato U.G.T. durante la Segunda República, vocal de la agrupación forestal del sindicato y acusado de haber denunciado a un compañero suyo y de haber testificado contra un  ingeniero de montes que había sido acusado por las autoridades republicanas, fue sometido a un consejo de guerra y condenado a la pena de doce años de exilio en la provincia de Valencia. Sin embargo, el 23 de agosto de 1946 fue sobreseída su causa, pudiendo entonces regresar a Cuenca y la vida familiar junto a su hija y a su yerno, algunos años antes de haber terminado de cumplir la pena a la que había sido condenado.

            Es ésta una vida familiar de dolor y sufrimiento, como la de tantas otras familias que tuvieron que enfrentarse a la dureza de la Guerra Civil, en un bando u otro. Tantas y tantas historias familiares que, sin duda, contribuyen a tener un conocimiento de la guerra mucho más real y cercano. Max Hastings sabía la importancia de todas estas historias personales al escribir sus historias de la Segunda Guerra Mundial, y especialmente la derrota final de la Alemania nazi[2]. Un conocimiento, en definitiva, que nos debería servir para que hechos como éste no vuelvan nunca a repetirse.



[1] Recogido en Alonso Baquer, Miguel, El Ebro. La batalla decisiva de los cien días, Madrid, Esfera de los Libros, 2002, 397 p.
[2] Hastings, Max, Armagedón. La derrota de Alemania 19114-1945. Crítica, Barcelona, 2016.

jueves, 14 de julio de 2016

Dos novelas históricas escritas desde Cuenca


Muchas veces se ha destacado el valor que la novela histórica puede llegar a tener para la enseñanza de la historia. En efecto, algunas veces el hecho histórico puede resultar demasiado incómodo, aburrido de digerir, para las personas que no están acostumbradas al estudio del pasado, y cuando eso sucede, el lenguaje narrativo y dialogado que es propio de la novela también puede hacer llegar a ese tipo de lectores la belleza y la seriedad de la historia. Así, soy consciente de que el historiador no debe dejar nunca de lado la posibilidad que la literatura le otorga (también el cine, y alguna vez traeré aquí alguna película interesante de temática histórica) para poder llegar a un público diferente. En este sentido, en alguna ocasión anterior ya había comentado algunos libros de estas características; hoy quiero también hablar de dos novelas distintas, muy diferentes entre sí, pero que tienen dos aspectos en común: su autoría conquense y, sobre todo, su valor histórico.

La primera es la última novela de Ana Belén Rodríguez Patiño, la segunda de esta autora conquense, residente en Madrid, quien también acudió a este blog hace algunos meses con su primera novela, Donde acaban los mapas. Doctora en Historia Contemporánea con un trabajo muy serio sobre la Guerra Civil en Cuenca, unifica en Todo mortal sus dos grandes pasiones: la historia y la literatura. En efecto la novela, con la que la autora ganó el año pasado el premio Mujer al Viento, que convoca el ayuntamiento madrileño de Torrejón de Ardoz, nos acerca a un joven Gustavo Adolfo Bécquer cuando, joven todavía, se dispone a abandonar Sevilla para encontrarse a sí mismo.

Y junto al futuro poeta romántico, otro protagonista que trasciende al escritor: ese nuevo mundo que, tal y como puede leerse en la contraportada del libro, “comienza a gestarse en el convulso y fascinante siglo XIX”. Y es que, tal y como vislumbramos a través del propio título que, para aquel que no lo sepa, hace referencia a las últimas palabras del poeta pronunciadas poco antes de morir (hay quien sostiene que se trata de unas líneas escritas halladas en el bolsillo de su abrigo, a modo de un pequeño verso de una última rima), el Romanticismo es consciente de cuál es el sentido último de la vida. Espronceda lo sabía cuándo escribió El estudiante de Salamanca, y Bécquer también lo supo al escribir alguna de sus más fantasmagóricas leyendas; o aquella otra rima:

Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y, otra vez, con el ala a sus cristales
jugando llamarán;
pero aquéllas que el vuelo refrenaban          
tu hermosura y mi dicha al contemplar,
aquéllas que aprendieron nuestros nombres...
ésas... ¡no volverán!


              Por su parte, David Izquierdo profundiza en otro tipo de historia novelada. Lo suyo es principalmente la novela histórica, tal y como demostró en su éxito anterior, Roma Victrix, y tal y como demuestra ahora en esta nueva entrega, que apenas lleva unos pocos meses en las librerías, Memorias de Dídimo. Y es que en esta nueva novela, David Izquierdo profundiza en la historia de un personaje apenas conocido entre todos aquellos que no son iniciados en el tema, Dídimo. Un personaje real, un guerrero hispanorromano que combatió al lado de Teodosio, el último emperador de la Roma unificada, a cuya familia, parece ser, también pertenecía, para traer al lector un mundo que, como él, también agoniza. Un mundo, el de la vieja Roma pagana, que ya está siendo eliminado por ese Cristianismo que comienza a coquetear con el poder. Porque el Cristianismo ya había empezado a ser tolerado en todo el imperio cien años antes, a partir de edicto de Milán, promulgado en el año 313 por Constantino, y que fue convertido en religión oficial del estado por el propio Teodosio en el 380, en virtud del nuevo edicto de Tesalónica. Un mundo que agoniza también porque los bárbaros, con sus nuevas costumbres, ya están llamando a las puertas del limes romano.
            Dos personajes históricos diferentes. Dos novelas históricas distintas entre sí. Pero Dídimo y Bécquer, Bécquer y Dídimo, tiene una cosa en común: ambos representan el final de un mundo que se va y el principio de un universo diferente. Y si uno, Dídimo, tiene que consumirse en el mismo fuego de ese Bécquer, también debe enfrentarse a las sombras de una ciudad, Sevilla, que ya nunca será la misma. Porque todo, absolutamente todo, tiene la mortalidad de la carne.

domingo, 3 de julio de 2016

Adiós a todo esto


En 1957, gracias a los tratados de Roma, nació la Unión Europea, integrada en ese momento por Alemania Occidental, Bélgica, Francia, Italia, Luxemburgo y Países Bajos. En 1973 se incorporaron a la misma Reino Unido, Irlanda y Dinamarca. En  1981 hizo lo propio Grecia, y en 1986, España y Portugal. La caída del Muro de Berlín, y la desaparición poco tiempo después del llamado Telón de Acero, que separaba a los países comunistas de los capitalistas, hizo que poco a poco se fueran incorporando a la Unión algunos de los países del contorno comunista, pero antes, a partir ya de 1990, ya era una Alemania unida la que había sustituido a la antigua Alemania Federal como miembro fundador, y en 1995 se habían integrado al organismo Austria, Finlandia y Suecia. En mayo de 2004 fueron diez los nuevos miembros aceptados en la Unión: Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, República Checa, Hungría, Eslovaquia, Eslovenia, Malta y Chipre. Finalmente, a comienzos de 2007, también se incorporaron Rumanía y Bulgaria. Y todavía cinco países más han solicitado oficialmente su entrada, aunque todavía no forman parte de ella: Islandia, Turquía, Croacia, Macedonia y Montenegro.

            Todo eso se vino abajo en parte el pasado 28 de junio, cuando la teoría del Brexit ganó el referéndum que se había convocado en el Reino Unido para decidir la permanencia o la salida del país de la Unión Europea, y la circunstancia no deja de recordarme el título de un libro, la temprana biografía de un conocido historiador y novelista inglés que en 1929 decidió abandonar definitivamente el mundo anglosajón en el que vivía para trasladarse a Mallorca, la isla de sus sueños, de la que ya no se movería nunca; estoy hablando de Robert Graves, el autor de Yo, Claudio, la genial novela sobre el más desconocido de los emperadores de la dinastía julio-claudia.

            A nadie se nos escapa que el ejemplo inglés podría, con el tiempo, ser seguido por otros países, y sobre todo por otros países de los considerados poderosos, Francia o Alemania, y terminar por romper en pedazos el sueño europeo. Aunque sabemos también que el proceso es largo, que tendrán que pasar al menos dos años todavía para que la salida definitiva se produzca, porque mientras tanto debe negociarse de forma adecuada los términos en los que esa salida debe producirse, y que aún hay tiempo, quizá, para revertir esta situación que seguramente va a perjudicarnos a todos. Pero mientras tanto, hay algunos interrogantes que nos preocupan. El Brexit fue mayoritario en Inglaterra y en Gales, principalmente en sus zonas rurales, mientras que fue derrotado en Escocia y en Irlanda del Norte, así como en las ciudades más pobladas de todo el país, incluida la propia capital, Londres. Ya se están oyendo algunas voces desde estas dos comunidades, la escocesa y la norirlandesa, que propugnan lo que podríamos llamar “el brexit del Brexit”. La mayoría protestante de Irlanda del Norte hace difícil su fusión con la católica Irlanda, pero la situación podría provocar un peligroso resurgir del IRA, su movimiento armado, con lo que ello significaría: un nuevo rebrote del terrorismo interior en uno de los países más castigados y perseguidos actualmente por el terrorismo integrista musulmán. Y por lo que se refiere a Escocia, muchos son los que se han expresado ya abiertamente otra vez por la independencia, aunque sólo sea con el fin de que los escoceses pudieran permanecer en la Unión Europea.

            El caso de Escocia, desde luego, no es similar al de Cataluña, ni al de otros casos similares que puedan tener otros miembros de la Unión. Todos recordamos a Mel Gibson, poniendo rostro a uno de los grandes héroes de la epopeya escocesa, Braveheart, que en realidad no es otro que William Wallace, un personaje histórico que fue uno de los héroes que lucharon contra los ingleses en la Primera Guerra de la Independencia Escocesa, que se desarrolló entre 1296 y 1328 y terminó con el tratado de Edimburgo-Northampton, por el que se reconocía la independencia del país bajo el trono de Robert Bruce, otro de los héroes de la guerra, convertido así en Roberto I de Escocia. Después, Escocia fue independiente hasta 1707, cuando se firmó el Acta de Unión entre ingleses y escoceses, tras la amenaza de los primeros de cerrar el comercio con los segundos. Y eso a pesar de que en algún momento ambos pueblos llegaron a compartir monarca, como en 1603, cuando Jacobo VI de Escocia heredó el trono inglés, y se convirtió al mismo tiempo en Jaime I de Inglaterra.

            Sin embargo, aún en el supuesto caso de que Escocia lograra la independencia, lo que ya es mucho decir, ni España ni sus otros aliados podrían dejar que el nuevo país permaneciera en la Unión sin pasar previamente por los trámites reconocidos y obligatorios para todos los países que desean incorporarse a la organización, trámites que sin duda se prolongarían en el tiempo. Permitirlo sería colocar debajo de sus pies una bomba de precisión que podría explotar dentro de sus propios países; y es que el problema del separatismo no es un problema que afecte sólo a España y al Reino Unido. Por todo ello, el asunto del Brexit se antoja demasiado complicado, y es sin duda el reto más difícil que deberemos resolver los europeos en los próximos años.

Y aún se plantea un nuevo interrogante: ¿Qué va a pasar con Gibraltar? Lo primero que debemos decir en este sentido es que, en contra del famoso dicho que apela a nuestros sentimientos más patrióticos, Gibraltar no es español. Hoy por hoy, y al menos de momento, Gibraltar es inglés, y lo es desde 1713, cuando las autoridades españolas que estaban capacitadas para obrar en representación de España durante la firma del tratado de Utrecht por el que se ponía fin a la Guerra de la Sucesión, aceptaron entregarlo a la corona británica junto a la isla de Menorca; y aunque Menorca se pudo recuperar poco tiempo después, Gibraltar sigue siendo inglés desde entonces, aunque nos pese. Pero aun así, las palabras del ministro español de Asuntos Exteriores, José Manuel García Margallo, tienen sentido. Si Gibraltar, que ha votado también por una fuerte mayoría en contra del Brexit, no quiere convertirse en apenas un pequeño pedazo de tierra y roca aislado del resto de Europa, no tiene más remedio que modificar sus relaciones con España, unas relaciones por otra parte que, todos lo sabemos, no han sido muchas veces todo lo buenas que hubiésemos deseado. En definitiva, la situación puede hacer que las relaciones entre España y Gibraltar cambien por fin, y que éste pueda empezar a ser un poquito más español a partir de ahora, aún sin que tenga que dejar de ser inglés por ello.

domingo, 19 de junio de 2016

Vicente Santa Coloma, moderado y héroe de la Primera Guerra Carlista


La bandera, junto con el himno, es uno de esos signos inquebrantables que representan a un país o a un territorio. Por ello, en esta nueva aportación quisiera rendir homenaje a un soldado conquense que en un momento de su vida cogió esa bandera, que no era todavía la rojigualda, pero que igualmente representaba la esencia de España, y la llevó hasta el lugar donde se estaba formando un nuevo país, de acuerdo a su ideología moderada. Vicente Santa Coloma había nacido en un pequeño pueblo de la Alcarria conquense, Torralba, el día 22 de enero de 1815, siendo bautizado cinco días más tarde por su propio hermano, Alfonso, teniente de cura en dicho lugar, con el que sin embargo se llevaba más de treinta años. Y durante el parto, sin duda, tanto él como su madre estuvieron atendidos por el padre, que se llamaba también Alfonso, como el hijo primogénito, y como médico rural que era estaba destinado allí en aquel momento, después de haber estado ejerciendo en otros pueblos de la provincia. De esta forma, el nacimiento del niño Vicente Santa Coloma se produjo en un ambiente totalmente familiar, rodeado del cariño de todos los suyos.

El 17 de octubre de 1831, cuando apenas contaba los dieciséis años de edad, se produjo su ingreso en el ejército, tal y como se refleja en su hoja de servicios, ingresando en ese momento en el regimiento provincial de Cuenca, que se convertiría así en la única unidad en el que nuestro protagonista llegó a prestar servicio durante toda su carrera militar. En aquel momento, la futura reina Isabel II estaba a punto de cumplir su primer año de vida. Después, fallecido Fernando VII e iniciada la guerra entre carlistas e isabelinos, la unidad de Santa Coloma sería enviada al frente valenciano para combatir contra los primeros, y allí el soldado conquense obtendría su bautismo de fuego. En la comarca del Maestrazgo, a las órdenes de Manuel de Mazarredo, entonces gobernador militar de Morella (Castellón) y futuro ministro de Guerra en uno de los gabinetes de Narváez, destacó en diferentes batallas, como en la de Benasal, donde los liberales obligaron a sus enemigos a emprender la huida a pesar de que estos les sobrepasaban ampliamente en el número de efectivos.


Después sería trasladado al ejército del norte, donde intervino en alguna de las sucesivas batallas que tuvieron lugar en torno a la defensa de los tres sitios carlistas de Bilbao, en uno de los cuales, como es sabido, perdería la vida el más capacitado de los generales carlistas del momento, Tomás de Zumalacárregui. Combatió en Echarri-Aranaz, en Santa Clara, en Orduña, y durante el primero de los sitios de Bilbao su unidad figuró en la vanguardia de combate, a las órdenes directas de los generales Rafael Arístegui, conde de Mirasol, y de Santos San Miguel. Después participó también en las acciones de guerra de Arrigorriaga y San Miguel, y en la retirada de Puente Nuevo, que no llegó a ser trágica para los liberales por el orden y la calma que los oficiales lograron mantener en el conjunto de las tropas. De guarnición durante los meses siguientes en la capital del Nervión, participó también en el ataque a la ciudad de Galdácano, que le valió al jefe de su unidad, Ramón Alfaraz, los merecidos elogios de parte del comodoro inglés John Hay, jefe de la escuadra de observación británica, que operaba en la ría, y que sería al final de la guerra uno de los valedores del convenio de Vergara.

Durante los últimos meses der 1835 participó en diferentes acciones militares en la comarca de las Encartaciones y el cerro de Cruces, donde tomó parte en el desalojo a la bayoneta calada de un destacamento carlista de mil quinientos hombres, en el marco del segundo sitio de la capital vizcaína. Y entre octubre y noviembre del año siguiente aún tendría que volver a enfrentarse a un tercer asedio carlista de Bilbao, asedio que los liberales sólo lograrían levantar en Navidad, después de la llegada a la zona del propio general Espartero. Ya durante todo el año siguiente, Santa Coloma permanecería de guarnición en Bilbao, participando también en algunas acciones de cierta importancia, como la de Derio el 25 de octubre.

La actuación de Vicente Santa Coloma en el frente de Bilbao le supuso a nuestro héroe la concesión de tres cruces de Isabel II, una de ellas expresamente por su actuación durante el tercer sitio de Bilbao, el de 1836, actuación que le valió además el reconocimiento como Benemérito de la Patria. Por otra parte, también obtuvo en esta época sucesivos ascensos en su carrera militar, a cabo segundo y cabo primero (noviembre de 1835) y a sargento segundo (agosto de 1837). Y en febrero de 1838, un mes después de haber sido herido levemente en la acción de Santo Domingo, fue hecho prisionero de guerra por los carlistas, durante la acción de Puente Nuevo, habiendo logrado salvar la vida gracias a que en abril de 1835 se había firmado el convenio Elliot de intercambio de prisioneros por ambos contendientes; antes de la firma de este convenio era usual en ambos bandos la ejecución de los prisioneros que se tomaban.

Así, el 23 de marzo de 1838, Santa Coloma era liberado junto a otros compañeros liberales, a cambio de otros prisioneros carlistas que a su vez estaban en manos de los isabelinos, reincorporándose de esta forma inmediatamente a su unidad y participando en nuevas acciones de guerra, como el ataque a Erandio y, ya al año siguiente, en la toma de Sodupe (Vizcaya) y en el Valle de Erro (Navarra). En 1840, cuando la guerra carlista ya se había acabado en su frente norte, se encontraba de guarnición en Pamplona, desde donde pasó en el mes de junio a la ciudad de Logroño, incorporándose con su unidad al cuartel del general de jefe de las tropas, Felipe Rivero. Participó también en la persecución desde Trebiana (La Rioja) del general carlista Juan Manuel Balmaseda, que desde Burgos intentaba otra vez llevar la guerra hasta Navarra, formando parte de las tropas que en junio de ese año sorprendieron al cabecilla carlista y le obligaron a escapar hacia Francia.

Una vez terminada definitivamente la guerra, y llegado por fin el momento para él de abandonar el ejército, decidió reengancharse e iniciar en él una carrera profesional, obteniendo por ello un nuevo ascenso, en esta ocasión a sargento primero. Y ya en 1843 le llegaría de nuevo su oportunidad de entrar en la historia, al participar de una manera destacada en la serie de pronunciamientos que provocaron la caída del antiguo héroe liberal, Baldomero Espartero. Éste, regente desde 1841, se había ido creando desde entonces, por la intransigencia con la que había gobernado, la enemistad de una gran parte de los políticos y militares moderados, que ya desde el mismo año de su proclamación se fueron rebelando contra su poder omnímodo. Así, se fueron sucediendo los pronunciamientos, primero sin éxito, hasta que el general granadino Ramón María de Narváez lograría por fin derrotar a los restos de su ejército en Torrejón de Ardoz (Madrid).

Y es que durante la primavera de 1843 las voces contra Espartero ya se habían oído por gran parte de España, cuando Narváez, que en aquél momento se encontraba exiliado en París, se decidió a regresar a España e iniciar una nueva revuelta contra el regente. Así, pocos días después de haber desembarcado en Valencia, su movimiento fue secundado en varios puntos de España. El 24 de mayo se pronunció abiertamente la ciudad de Málaga, el 26 lo hizo Granada, y a estas dos ciudades le seguirían en los días siguientes otras ciudades andaluzas, como Almería, Algeciras y la propia Sevilla; a mediados de junio, el incendio se había extendido también a otros puntos tan lejanos como Barcelona y La Coruña. Es en este contexto en el que el regente creó el ejército de Andalucía, al mando del general Juan Van Halen, con el fin de intentar combatir la revuelta, incorporando a éste varias unidades, entre ellas el regimiento provincial de Cuenca.

Sin embargo, y aunque el propio Espartero se había incorporado al sitio de la ciudad del Guadalquivir, intentando bombardear sin éxito la ciudad, el regente no logró sus objetivos, teniendo que abandonar la zona pocos días después e iniciar el camino del exilio. Poco tiempo antes, el 20 de junio, al menos una parte del regimiento de Santa Coloma se había adherido también al pronunciamiento, abandonando de esta forma el cerco de Sevilla y dirigiéndose hacia Granada. Uno de esos militares que se pronunciaron contra Espartero fue el propio Vicente Santa Coloma, que además fue el encargado de portar en este momento la bandera del regimiento, tal y como destaca su hoja de servicios: “En 20 de Junio se adhirió al Pronunciamiento Nacional. Fue nombrado para extraer la Bandera de Casa del Coronel del Cuerpo, don Francisco la Rocha, y verificado la condujo a Granada.” La victoria definitiva de los moderados en Torrejón supondría para todos los oficiales y suboficiales de la unidad que participaron en el pronunciamiento el ascenso al grado o al empleo inmediatamente superior al que en ese momento tuvieran, excepto en el caso del propio Santa Coloma, al que se le reconoció al mismo tiempo tanto el grado como el empleo de subteniente. No obstante, sus más inmediatos superiores nunca llegaron a reconocerle el empleo de subteniente, sólo el grado, lo que motivó una reclamación posterior del militar conquense que nunca llegaría a resolverse definitivamente por las más elevadas instancias del ejército.


A finales de ese mismo año, Santa Coloma fue enviado de nuevo en servicio de operaciones por la zona del Maestrazgo, los mismos territorios que diez años antes le habían visto iniciarse como soldado. Allí se encontraban aún algunas partidas carlistas en activo. Entre los meses de enero y marzo de 1844 permaneció acuartelado en Benasal, y en las semanas siguientes se trasladó con su unidad por otros pueblos de la provincia de Castellón, como Ares y Cinctorres., hasta que, una vez pacificada la provincia castellonense, pasó a la de Valencia, y después, a finales de año, estuvo destinado con su unidad a las provincias de Albacete y Murcia. En septiembre de 1845 cambió su situación, pasando a estar en expectativa de destino, y en octubre de 1846 a situación de reemplazo, por haber quedado como sobrante después de la reorganización que en aquel momento se estaba haciendo del arma de infantería. Admitido de nuevo en el cuerpo en septiembre de 1847, en el mes de mayo se publicaba en el Boletín Oficial del Ejército su traslado al regimiento de Saboya. Sin embargo, Vicente Santa Coloma nunca llegaría a ocupar esta plaza: el 25 de mayo, el mismo día que se publicaba su nuevo destino, el Capitán General de Castilla la Nueva enviaba a sus superiores una nota informando de su fallecimiento, que se había producido el 10 de agosto del año anterior.

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