lunes, 23 de abril de 2012

Sevilla en Cuaresma: azahar y sueños


En los días previos a la Semana Santa, cuando la primavera está reinando en la noche silenciosa de Sevilla, flotan en el aire, como si de un mar en calma se tratara, los vapores del azahar. Su perfume invade entonces las calles estrechas, solitarias, y los patios de las casas. Es el instante oportuno entonces para que el viajero, ajeno a todo lo que le rodea, piense una vez más en ese mundo mágico que aún pervive en el fondo de su alma, en su pasado y en su futuro. Es el momento de pensar que es cierto lo que una vez dijo el poeta, que en esta época del año, en Sevilla el perfume a limones casi se podría cortar con un cuchillo, que invade con una capa maravillosa de rocío las plazas, y que incluso tapa todos los rincones de esta hermosa ciudad.

Cuando eso sucede la luna, una luna redonda como un disco de plata, nos mira desde su altar en la Giralda, y sueña con la próxima vez que volverá a ser redonda, cuando los cristos y las vírgenes de Sevilla vuelvan a salir de nuevo a las calles, con la ansiada compañía de sus anónimos nazarenos. Será el instante en que los pasos saldrán otra vez de sus templos, como cada año, para hacer su tradicional estación de penitencia hasta la catedral. Pero eso será más tarde, una luna más tarde. Ahora, la catedral permanece todavía cerrada, silenciosa, a pesar de que a lo largo de toda la carrera oficial, desde la Campaña hasta la puerta del templo mayor, las sillas están ya apiladas, preparadas para ser colocadas en unas pocas filas a lo largo de la calle, cuando el Domingo de Ramos esté ya asomándose al calendario.


Ahora es el momento de callejear por la Sevilla antigua, a un lado y otro del Guadalquivir, en busca de esas pequeñas iglesias en las que duermen sus horas previas las imágenes que muy pronto van a salir a la calle. Imágenes antiguas de Montañés y de Mesa; imágenes más modernas de Castillo Lastrucci o de Álvarez Duarte. En las iglesias de Sevilla rivalizan los nazarenos con la cruz a cuestas, con esa cruz a cuestas que cada uno de nosotros, sin ni siquiera darnos cuenta, vamos haciendo más y más pesada a cada momento. En las iglesias de Sevilla y de Triana rivalizan las vírgenes, tan hermosas en sus lechos de cera y de flores. En los templos sevillanos rivalizan sus cristos, a punto de expirar o ya fallecidos, sobre hermosos calvarios de claveles o rosas.

En su barrio, en su casa, en su hermosa basílica, la Macarena, la reina de Sevilla, ya espera entre la plata y el terciopelo de su palio, junto a la panoplia de su candelería. La Virgen, obra atribuida por algunos a la gubia de Luisa Roldán, tiene los ojos perdidos en el Hijo, que considera aún cercano. A su lado está también el Jesús de la Sentencia, su paso de misterio, libre de su cárcel anual dentro del museo adjunto a la basílica. La imagen de Felipe Morales, uno de los escultores más desconocidos de la escuela sevillana del siglo XVII, contrasta con el resto de las tallas, que fueran realizadas casi todas por Lastrucci en la primera mitad del siglo XX. La parte trasera del paso la ocupa el propio Pilatos, en actitud de lavarse las manos, dominando una escenografía barroquizante, pesada, que refleja como pocas esa Sevilla hermosa que, ahora en Semana Santa, sustituye por fin el olor del azahar por ese otro perfume acre que surge del incienso y de la cera, de lirios adornando los tronos de los pasos.

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