jueves, 2 de mayo de 2024

GEOPOLÍTICA EN EL SIGLO XXI

 

A mediados de la década de los años ochenta del siglo pasado, el líder de la Unión Soviética, Mijail Gorbachov, inició el gran terremoto ideológico que ha venido a llamarse la Perestroika: la reforma política y económica que haría el viejo imperio comunista, que sería sustituido por una Rusia renovada, libre ya de las tensiones que se habían ido sucediendo en la gran nación de naciones desde el mismo momento en el que había triunfado la revolución de 1917. Y paralelamente a ello, también, la libertad y la independencia para todas esas naciones que, ya desde antes de la Segunda Guerra Mundial, habían formado parte también de aquel imperio, de manera que tanto una como las otras pasaron a incorporarse, al menos nominalmente, a la lista de los países de la Europa democrática. También, todos aquellos países que, nominalmente independientes de la Rusia comunista, formaban parte también, de facto, de ese entente comunista que fue el Pacto de Varsovia, siguieron engrosando la lista de las nuevas democracias europeas, de manera que se fue generando en todo el mundo una especie de proceso sociológico y psicológico, cuyo efecto más importante sería, ya en el mes de noviembre de 1989, el derrumbe del muro de Berlín, que durante muchos años había dividido en dos a Alemania y a todo el mundo occidental.

La caída del muro permitió la definitiva reunificación del país que había sido derrotado durante la Segunda Guerra Mundial, pero sus efectos no se limitaron sólo a la propia Alemania. Se había iniciado, o al menos eso es lo que entonces se creía, una nueva historia: una historia diferente, que había logrado trascender por fin a la Guerra Fría, a ese mundo dividido en dos bloques enfrentados, esas dos maneras opuestas de entender la política, la economía, y la sociedad en general. “El fin de la historia y el último hombre”, es el título del ensayo que el historiador norteamericano Francis Fukuyama publicó en 1992, basándose en la teoría de otros pensadores anteriores, que arrancan del propio Hegel: la historia de la humanidad, concebida como una lucha entre ideologías contrapuestas, ha concluido con la derrota definitiva del mundo comunista; dando inició con ello a un nuevo mundo de paz, basado en la economía del libre mercado. La teoría, como decimos, no era nueva, pero hasta entonces no se habían podido poner las bases para ese “hombre nuevo” del que hablaba Fukuyama, en una Europa de entreguerras primero, y más tarde, en un mundo polarizado y dividido por lo que Winston Churchill, nada más acabada la guerra, en 1946, llamó el Telón de Acero, haciéndose eco de una vieja locución inglesa utilizada ya desde el siglo XVIII en los viejos teatros londinenses.

Sin embargo, los hechos posteriores han venido a demostrar que la teoría del historiador estadounidense estaba equivocada, dándole la razón, de esta forma, a Samuel Huntington y su teoría del choque de las civilizaciones. A la antigua polarización entre capitalismo y comunismo, que caracterizó a la etapa de la Guerra Fría, le ha venido a sustituir una nueva polarización, en la que el gran enemigo del liberalismo democrático es el terrorismo. En efecto, desde hace algunos años es el terrorismo, especialmente el terrorismo de carácter integrista, musulmán, el que ha venido a desempeñar el papel que hasta hace algunos años ocupaba el propio comunismo soviético. Pero además, la propia sociedad occidental ha venido a demostrar también que la historia, tal y como la entendía Fukuyama, sigue teniendo la misma vigencia que antes, y que la guerra sigue siendo, también en la propia Europa, una forma muy común de relacionarse entre los diferentes países. Lo demostraron, poco tiempo después de la caída del comunismo, las Guerras de Yugoslavia, y lo sigue demostrando la actual Guerra de Ucrania, que otra vez ha venido a traer el dolor y la muerte hasta las mismas fronteras de Europa.

Sin embargo, la guerra de Ucrania -o la no guerra, si queremos seguir la denominación que le ha dado el dirigente del país invasor, Vladimir Putin, en una clara muestra de esa hipocresía que le caracteriza, que la denominó, hay que recordarlo, operación militar de carácter especial-, no es un hecho aislado, sino el desenlace lógico de una forma de hacer política que ha caracterizado al propio Putin desde el mismo momento en que llegó al poder, convirtiendo así al país en el heredero vital de la antigua Unión Soviética. El proceso se inició ya con su antecesor en el cargo, Boris Yeltsin, quien protagonizó las primeras injerencias rusas en Georgia, defendiendo a los independentistas de Osetia del Sur y Ajasia, dos pequeñas repúblicas de mayoría prorrusa, y haciendo lo mismo en la Transnitria moldava, o en la guerra civil que asoló entre 1992 y 1997, la república de Tayikistán. Y dentro de los propios límites de la Rusia actual, las revueltas en Chechenia fueron aprovechadas tanto por Yeltsin como por el propio Putin para enraizarse todavía más en el poder. Desde entonces, las injerencias rusas en las antiguas repúblicas soviéticas independizadas han sido múltiples, como ya demostraron, en la misma Ucrania, las anteriores crisis de Crimea y el Dombás.   

Tal y como ha descrito en su libro “Putinistán” el periodista Xavier Colás, quien había sido enviado especial del diario “El Mundo” a Moscú hasta el pasado mes de marzo, cuando fue expulsado del país al no haberle sido renovado su visado profesional, Putin concibe su país como ese gran territorio que va más allá de esa Gran Rusia, que está conformada también por Bielorrusia y Ucrania, además de la propia Rusia, y dotada, también, de una zona de influencia que se debe extender a muchos de los territorios que habían conformado la antigua Unión Soviética. Así lo ha definido el británico Mark Galeotti, autor de uno de los libros más imprescindibles para comprender la psicología del mandatario ruso, “Las guerras de Putin, desde Chechenia a Ucrania”, en un artículo publicado recientemente en España: “En muchos aspectos, Putin es un geopolítico del siglo XIX. Desde su punto de vista, un gran país necesita una esfera de influencia, de modo que la soberanía de estados como Ucrania debe subordinarse a los intereses de Moscú, de la misma manera que debe tener derecho a ser escuchada -lo que viene a ser un derecho de veto- de todos los asuntos de importancia global, y tener la posibilidad [Rusia] de romper las reglas del orden internacional, con impunidad de vez en cuando. Esto es, después de todo, de lo que piensa que gozan los Estados Unidos.”

La guerra de Ucrania, aún entendiéndola como una consecuencia final de la política de Putin -y que no sólo es de Putin, pues no son escasos los rusos que piensan como él-, no es el único problema al que debe enfrentarse el mundo civilizado en pleno siglo XXI. También debemos dirigir la vista hacia otros territorios, que también están anclados, desde hace mucho tiempo, en un profundo pozo de sangre y de terror: la guerra de Siria, que en estos momentos se encuentra tan enraizada; el enfrentamiento entre Israel y Palestina, tan asociado también con el mismo problema de Siria; la creciente belicosidad de territorios como el Sahel africano, tan empobrecido por el hambre y por la falta de agua, y que constituye un importante caldo de cultivo para el crecimiento de los más sangrientos grupos islamistas como el Grupo de Apoyo al Islam, filial en la zona de Al Qaeda, o Boko Haram. Son sólo algunos ejemplos; los focos de conflicto se multiplican por todo el mundo, y los analistas internacionales siguen vertiendo ríos de tinta en periódicos, revistas especializadas o libros, intentando dar las claves para que la opinión pública pueda intentar comprender todos estos conflictos en toda su extensión, aunque en ocasiones, es cierto, esas claves no dejan de estar teñidas con su propia ideología, lo cual, por otra parte, hace todo mucho más confuso.

Sobre el problema de Palestina, por ejemplo, mucho es lo que se ha escrito en los últimos años, y ahora, cuando la guerra ha vuelto a avivarse, no son pocos los libros sobre el tema que siguen llegando a los escaparates de las librerías. Algunos han sido escritos desde el punto de vista de los israelitas, y otros, más incluso, lo han sido desde el punto de vista de los palestinos. No es extraño que haya sido así, sobre todo en un conflicto como éste, que desde hace tanto tiempo se halla tan incardinado al conjunto de la sociedad, y más aún en momentos como éste, cuando la polarización en el conjunto de la sociedad es tan exacerbada. En un lado del tablero se aduce que Israel es el único país realmente democrático en toda la zona de Oriente Medio, y que los aliados de los palestinos, Irán y Rusia sobre todo, pero también otros grupos terroristas, como Hizbulá en Líbano y los yutíes en Yemen, forman parte del llamado eje del mal; a los que defienden esta teoría, desde luego, no les falta una parte de razón. Y se defiende, sobre todo, y en lo que se refiere a esta última etapa del conflicto, que Israel ha sido el país agredido por un grupo terrorista, Hamás, que ni siquiera es capaz de defender a su propia población palestina, que ha matado y raptado a civiles inocentes, en un ataque perpetrado desde la franja de Gaza. Y desde el punto de vista de los árabes, y tampoco les falta una parte de razón, se aduce que los palestinos también tienen el derecho a vivir en esta parte de la tierra, que fue suya al menos durante un tiempo, antes de la llegada masiva de colonos semitas.

Desde el mundo occidental, que no sufre el conflicto de manera directa, que sólo lo vive de manera tangencial, se ha intentado solucionar el problema de diversas maneras, pero ninguna de ellas, al menos hasta el día de hoy, ha tenido el éxito esperado. Se ha hablado de la posibilidad de crear un país binacional, que acoja en su seno a judíos y a palestinos. Se ha hablado, también, de la creación de dos países diferentes, Israel y Palestina, lo que debería contar con un reconocimiento generalizado desde las Naciones Unidas. Quizá sea ésta la teoría que más adeptos tienen, aunque en Estados Unidos y en la mayor parte de los países europeos, muchos coinciden en afirmar que no es éste el mejor momento para alcanzar este reconocimiento, y que no puede estudiarse en serio la propuesta mientras el territorio se encuentre sumido en una guerra a sangre y fuego. El apoyo de algunos países árabes vecinos, como Jordania y la propia Arabia Saudí, que colaboraron con Israel hace unas semanas, cuando fue atacado por Irán, hace pensar que el conflicto entre ambos países es más territorial que puramente religioso.

      Así las cosas, la sensación que puede tener el observador externo es la de un mundo que está a punto de estallar, un mundo que, en esencia, no es muy diferente al del siglo XX, el siglo de las dos guerras mundiales y de la Guerra Fría. Y entre ambas guerras, además, el creciente auge de los totalitarismos, de izquierda y de derecha; el mundo de Stalin y de Hitler, y con ellos, de tantos y tantos dictadores -Benito Mussolini en Italia, Miguel Primo de Rivera en España, Óscar Carmona en Portugal, Miklós Horthy en Hungría, Józef Pilsudsky en Polonia,… y más tarde, también, Antonio de Oliveira Salazar y Francisco Franco en los dos países de la península Ibérica- que siguieron sus pasos, convirtiendo el continente europeo en un extenso territorio en el que las libertades democráticas brillaron por su ausencia.

En efecto, el fascismo en este siglo XXI se llama populismo. Y el populismo, que puede ser de izquierdas o de derechas, o incluso nacionalista, se está extendiendo por toda Europa, también por los Estados Unidos -Joe Biden y Donald Trump pueden ser dos ejemplos de ambos populismos- de manera bastante peligrosa, poniendo en jaque a todo el sistema democrático liberal. También en España, el populismo está atacando todo el edificio de la Transición, como también han puesto de relieve José Manuel García-Margallo y Fernando Eguidazu en su último libro “España, terra incógnita”; y buen ejemplo de ello es la llamada ley de la [des]memoria [anti]democrática, que al mismo tiempo que blanquea los crímenes cometidos por ETA -a fin de cuentas, Bildu ha tenido mucho que ver en el desarrollo de la ley-, reescribe la historia, y convierte a la Segunda República, y también a la Guerra Civil, en eso que nunca fue: una historia dulcificada de buenos demócratas, los de izquierda, y de malos, malísimos, opresores liberticidas, los de derecha. Ninguna guerra civil, tampoco la española, ha sido nunca nada más que la firme constatación de un enorme fracaso de la convivencia social.

domingo, 21 de abril de 2024

“MALDITA ROMA”, LA ÚLTIMA NOVELA DE SANTIAGO POSTEGUILLO SOBRE JULIO CÉSAR

Aunque este blog está dedicado, sobre todo, al estudio de la historia, muchos de mis lectores ya conocen también mi interés por la novela histórica, que tan de moda está en la actualidad en esto que podríamos llamar la industria literaria. Mi interés, más allá de la propia narración en sí misma, y como no podía ser de otra forma, al menos en lo que se refiere a su incorporación en este blog, está en la propia historicidad del texto, y desde este punto de vista, el de su historicidad, es en el que vamos a analizar en esta entrada la última novela de Santiago Posteguillo, quien es, sin duda, uno de los escritores que mejor conocen la historia de Roma, tal y como ha demostrado a lo largo de toda su carrera, sobre todo en las series que ha dedicado a personajes tan importantes como Trajano, el primer emperador oriundo de Hispania (“Los asesinos del emperador”, “Circo Máximo” y “La legión perdida”) o Julia Domna (“Yo, Julia” y “Julia retó a los dioses”), a alguna de las cuales ya he prestado atención antes en este mismo blog (ver “Yo Julia, de Santiago Posteguillo, o como acercarse a la historia a través de la novela”, 22 de diciembre de 2019). Estamos hablando, desde luego, de “Maldita Roma”, la segunda entrega sobre la vida de Julio César, a cuya primera entrega, “Roma soy yo”, también le dedique, en su momento, la entrada correspondiente (ver “Roma soy yo. Julio César y Roma en la pluma de Santiago Posteguillo, 11 de enero de 2023).

Esta segunda entrega de la serie se extiende entre los años 75 y 58 a.C., es decir, desde el obligado exilio de nuestro protagonista en la isla de Rodas, después de su derrota en su intento de acusación contra Antonio Hibrido, uno de los senadores optimates, hasta la invasión de los helvecios contra la parte de la Galia que, ya entonces, era aliada de Roma, lo que posibilitó al futuro dictador, en definitiva, disponer de mando militar sobre las legiones. En la novela, tal y como ocurre en la entrega anterior, se presentan al lector episodios de la vida de Julio César, unos más conocidos que otros pero todos igual de históricos, como su relación con Pompeyo, más política que personal, o su enfrentamiento con los piratas, quienes le habían hecho prisionero en el transcurso de aquel exilio, y a quienes conseguirá derrotar fácilmente, recuperando todo el dinero que había costado su liberación, y mandándolos ejecutar, solucionando el problema que ellos representaban en aquella parte del Mediterráneo.

La novela se divide en cuatro partes claramente diferenciadas. En la primera, “Un mar sin ley”, se nos presenta, precisamente, ese problema de la piratería en el Egeo, al tiempo que se nos presenta también un César derrotado, es cierto, pero dispuesto también a seguir dando batalla contra el partido de los optimates; y para ello se dirige a la isla de Rodas, con el fin de poder aprender allí oratoria, de la mano del mayor orador del momento, Apolonio Molón. Pero en el curso del viaje, ya lo hemos dicho, debe hacer frente al problema de la piratería, a la que va a vencer gracias a su inteligencia, como tantas veces lo haría en el futuro. Pero la historia de César es, también, la historia de Roma, tal como el propio Apolonio le va a confesar a éste en el transcurso de una de sus conversaciones, en la terraza de la propia casa del retórico griego: “La política romana es la política que nos afecta a todos… Sólo los ignorantes o los tontos se permiten la insensatez de no estar al corriente de la política que nos afecta.”

Por ello, en la nueva novela de Posteguillo se nos presentan otros asuntos que, aparentemente, no afectan para nada a la vida del protagonista, aunque muy pronto nos iremos dando cuenta de que ello no es así; que de alguna manera también van a afectar a su vida política y personal. Son asuntos como la guerra civil que todavía se está desarrollando en Hispania, entre Sertorio y Metelo, entre los populares y los optimates, que en aquellos momentos se encuentra ya en su fase final, después de la llegada a la península de Pompeyo, en favor de estos últimos, y después, también, de aquella etapa en la que el teatro de operaciones de la guerra hubiera estado en la meseta sur, y en la que habían tenido tanto que ver ciudades como la propia Segóbriga. Nada habla de ello la novela porque, tal y como decimos, la guerra se encuentra ya en su fase definitiva, y estaba a punto de ser ganada por Pompeyo, después de haber comprado la traición de los oficiales de Sertorio.

En esta primera parte de la novela se nos presenta, también, el otro gran problema al que los romanos tuvieron que enfrentarse en esta etapa de su historia: la sublevación de Espartaco, el temible gladiador tracio que puso en jaque a la propia capital del imperio, y que se desarrollará de manera más crucial en la segunda parte de la novela, es importante porque el conflicto va a ser la excusa que permitirá el regreso de César, primero a la propia ciudad de Roma, y más tarde, incluso, a su recuperación para la política. En este sentido, y para los que sólo conocen la figura de Espartaco a través de la película de Stanley Kubrick, para aquellos que sólo aciertan a imaginar al gladiador a través del físico del actor Kirk Douglas, el final del héroe puede resultar un tanto extraño. Sin embargo, ya lo hemos dicho, Santiago Posteguillo, antes que novelista es historiador, y como historiador es siempre fiel a la historia real en todo lo que cuenta. Por ello, él sabe muy bien que Espartaco, en realidad, no murió crucificado, sino en pleno combate contra las legiones romanas; si es que realmente murió en el transcurso de la batalla del río Silaro, porque, en todo caso, y a pesar de lo mucho que se buscó su cadáver por parte de sus enemigos romanos, éste nunca fue encontrado. Es por ello, por lo que Posteguillo, como narrador, se ve capacitado para imaginar, como también lo han hecho algunos de sus biógrafos, que él en realidad nunca murió en la batalla, que a pesar de que estaba gravemente herido, pero todavía vivo, su amante, la desconocida Idalia, una antigua esclava de su lanista, el preparador de gladiadores Léntulo Batiato, pudo rescatarlo del campo de batalla, sacarlo finalmente de la historia y darle por fin esa libertad que largamente anhelaba.

La tercera parte, la más extensa, con mucho, de la novela, es claramente indicadora desde el título de lo que va a tratar: “Senador de Roma”. César ya ha logrado regresar a su Roma querida; querida, sí, pero maldita al mismo tiempo, por lo mucho que va a exigirle durante toda su vida. Pero César es capaz de sobreponerse a toda esa maldición que le ofrece la ciudad, a través de su determinación y también de su inteligencia. Y seguirá escalando posiciones en un cursos honorum que, según toda previsibilidad, le hubiera sido imposible de conseguir a cualquier otro romano que no fuera él, desde sus primeras prelaturas, de escasa importancia, como la de questor o la de curator de la Vía Apia, hasta el consulado, y, con ello, su reconocimiento como jefe de las legiones en la Galia. Y por primera vez, además, van a aparecer en su vida algunos personajes que, después, van a ser importantes en su biografía futura. Personajes como Cleopatra, la futura reina de Egipto; o Craso, el hombre más poderoso de Roma, al menos en términos económicos, con el que se aliará para poder enfrentarse a los principales líderes optimates; o como el propio Pompeyo, uno de ellos al principio, y con el que terminará también aliándose para formar, junto al propio Creso, aquello que los historiadores conocen como el Primer Triunvirato de Roma.

Sí; “Maldita Roma” no es sólo una novela sobre la vida pública y privada de César. Se trata, más bien, de una novela sobre Roma a través de la figura del hombre más importante de Roma en el primer siglo antes de nuestra era. A pesar de ello, también hay espacio para esa vida privada: sus dotes como conquistador, no ya de territorios, sino también de los corazones de las más bellas matronas romanas, sobre todo después de la muerte de su primera esposa, Cornelia, su gran amor a través de los años, además de su hija Julia. Porque, más allá de su relación afectiva con las otras mujeres de su vida -con sus hermanas, Julia la Mayor y Julia la Menor; con su madre, Aurelia; con su hija, también llamada Julia-, a través de la novela, el lector puede darse cuenta de la enorme contraposición existente entre sus dos primeras esposas, entre Cornelia, a la que amó de verdad, y Pompeya, la nieta de Sila, que sólo fue para él una manera de asegurarse, al menos en apariencia, el respeto de los optimates, a los que pertenecía la familia de ella. Por ello, el subterfugio de Aurelia para que César pudiera divorciarse de Pompeya, aunque no está muy claro que pudiera desarrollarse tal y como se narra en la novela, es tan real como el resto de la narración, y así lo relatan también algunos autores clásicos, como Plutarco que han escrito sobre la vida de César; como también narran el ridículo público que supuso para Catón el asunto de la cesta llena de excrementos, que también aparece narrado en las páginas de “Maldita Roma”.

En los últimos capítulos de la tercera parte, el autor acerca a los lectores diferentes aspectos de la vida de César, cuando el dictador se encuentra en pleno apogeo de su poder; sus campañas como propretor en Hispania, contra las tribus lusitanas que asolaban las ciudades aliadas, y la creación de ese Primer Triunvirato. En lo que se refiere a su etapa al frente de Hispania, la provincia más occidental del imperio, podemos apreciar sus anhelos por pacificar definitivamente la península ibérica, que la guerra civil entre Sertorio y Metelo había dejado en una situación claramente inestable, más allá de la fuerte romanización que ya caracterizaba a muchas de las ciudades, especialmente en Andalucía. Y también, la relación de confianza, que en ese momento ya se empieza a entrever, con uno de los hombres más poderosos de Hispania en aquellos momentos, el gaditano Lucio Cornelio Balbo: “Quiero Roma -le dice el hispano a Julio César, durante su encuentro frente al templo de Hércules, el viejo templo fenicio de Melkart, en Gades-. Quiero que me lleves a Roma cuando termines como propretor de Hispania. Quiero mejorar la posición de Gades en el mundo romano, pero tengo claro que todo lo importante se decide en Roma. He de entrar en la política romana o nunca conseguiré esas mejoras para mi ciudad.” Es cierto, con la ayuda de César, Balbo conseguiría, en los años siguientes, entrar de lleno en la más alta política romana, allí donde se decidía todo en el “imperio” de Roma, e incluso, más allá del “imperio”, llegando a convertirse primero en senador, y más tarde, también, ya en el año 40 a.C., en el primer cónsul que no era oriundo de la península de Italia. Y su sobrino, de idéntico nombre, sería también el primer romano que intentaría llegar más allá del desierto del Sahara, a la región mítica de Tombuctú.

Y por lo que se refiere al Primer Triunvirato, del que también fue parte activa el propio Balbo, éste no fue nunca, tal y como muchas veces se ha hablado de él, en un usual ejercicio de anacronismo que es impropio del estudio histórico, una institución como tal, ni una alianza entre determinados partidos políticos. Se trata, más bien, de una alianza personal entre tres políticos aparentemente irreconciliables, más allá del propio beneficio personal que a cada uno de ellos esa alianza pudiera repercutirles. La alianza entre Julio César y Marco Licinio Craso, el hombre más rico de Roma, se había producido ya algún tiempo antes, cuando el primero se había apoyado en la riqueza del segundo para crecer en su carrera política, para comprar los votos necesarios para triunfar en las elecciones a cada uno de los cargos. La alianza con Cneo Pompeyo Magno, sin embargo, será posible gracias en parte al propio Balbo, a quien el gaditano había apoyado ya antes, durante su guerra contra Sertorio. Y de esta forma, la alianza de los tres políticos para derrotar al conjunto de senadores optimates, con Catón y el propio Cicerón a la cabeza, se va a convertir en una lucha, casi mortal, por el poder de la propia ciudad de Roma y, más allá de ésta, por el de todo el imperio.

Pero la alianza que da origen a este Primer Triunvirato es una alianza difícil, en lo personal y en lo político, más allá de que Pompeyo le hubiera obligado a César a desposarse con Calpurnia, la hija de Lucio Calpurnio Pisón, uno de los senadores afectos a la facción de Pompeyo, y por más que éste se hubiera desposado a su vez con la hija del propio César, con Julia. Por ello, no es extraño que ese Primer Triunvirato terminara como acabó: con una guerra civil entre dos de sus miembros, los dos lados más fuertes del triángulo, César y Pompeyo, después de la muerte del tercero, Craso, en el año 53, durante su campaña contra los partos. Después de la muerte de Craso o, sobre todo, de la de Julia; porque, a fin de cuentas, el matrimonio entre Julia y Pompeyo no había significado para éste, más que la posibilidad de tener en su poder un rehén valioso para César, un rehén que obligara a éste a mantenerse siempre fiel a esa alianza tan inestable como artificiosa.  Sin embargo, aún faltarán algunos años para que eso ocurriera, más allá del marco histórico en el que se mueve esta segunda entrega sobre la vida novelada de Julio César. Y Posteguillo, que conoce a la perfección cómo se desarrollará ese futuro, nos entrega, a modo de epílogo, pequeños mensajes para abrir boca de lo que será una futura tercera entrega de la serie: la campaña de Craso contra los partos; la relación de Pompeyo con César, puramente interesada, como todo lo que aquél había realizado a lo largo de su vida; los movimientos de Cicerón para dañar a su principal enemigo; los desvelos de Julia para proteger a su padre; y, sobre todo, la propia campaña de César en la Galia, y su relación con Cleopatra, la mujer más hermosa del mundo según algunos historiadores, por más que esa belleza haya sido puesta en duda últimamente.

"Cicerón denunciando a Catilina ante el Senado". Cesare Maccari (1880). Palazzo Madama (Roma).


miércoles, 10 de abril de 2024

LA DESAPARECIDA PUERTA DE LOS ANDENES, O DE LAS RENTAS, DE LA CATEDRAL DE CUENCA

Fue el 13 de abril de 1902. El suceso, uno de los más tristes de la historia de Cuenca a lo largo de todo el siglo XIX, es bastante conocido por todos los conquenses. Era a primera hora de la mañana, y la celebración de la misa en el altar mayor de la catedral todavía no había concluido, cuando se pudo escuchar en todo el templo, y en gran parte de la ciudad un enorme ruido. A éste le sucedió, casi inmediatamente, una espesa nube de polvo, provocada por el derrumbe de la gran torre de las campanas, que también era conocida como la Torre del Giraldo, por un giraldillo o espadaña que la coronaba, y que representaba, parece ser, al rey Alfonso VIII portando un gran pendón de guerra. El derrumbe provocó la muerte de cuatro niños, entre ellos María Antón, la hija del campanero, que en aquellos momentos estaban siguiendo la celebración de la misa desde lo alto de la torre; otros pudieron salvarse milagrosamente, al ser encontrados con vida, a las pocas horas del accidente, entre los escombros de la caída. Nadie ha podido saber nunca los motivos reales de aquel accidente, aunque las teorías más sólidas son dos: los propios problemas constructivos de la torre, que habían venido provocando otros accidentes menores ya desde el mismo instante de su construcción, incrementados en algunos momentos de su historia por diferentes incendios provocados por la caída de rayos; o la explosión controlada algunos años antes, muy cerca de su fábrica, con el fin de hacer caer definitivamente el viejo puente de piedra de San Pablo, del siglo XVI, para sustituirlo por el actual puente de hierro.

Sin embargo, lo que sucedió en los años siguientes con nuestro primer templo no es tan conocido por la mayor parte de los conquenses. La parte positiva de ello es la declaración oficial de nuestra catedral como monumento nacional, en el mes de agosto de ese mismo año, lo que dio inició a los primeros estudios serios sobre este conjunto arquitectónico, y convirtiéndose de esta forma en uno de los principales focos de interés de los historiadores del arte. La parte negativa del suceso, más allá de las muertes producidas en el accidente, y de la propia destrucción de la torre barroca, es la innecesaria destrucción de su portada barroca, realizada en el siglo XVII por el arquitecto  madrileño José Arroyo, que se encontraba apoyada en los propios elementos góticos que habían logrado permanecer en pie a través de los siglos; sobre este destrucción, que en ningún caso fue provocada por el propio derrumbe de la torre de las campanas, ya había hablado en este blog en alguna ocasión anterior (ver “La catedral de Cuenca, cuna del gótico castellano”, primera parte, 6 de septiembre de 2019). Y es que, al contrario de lo que todavía creen muchos conquenses, el derrumbe de la Torre de Giraldo no provocó, en ningún caso, el derrumbe de la propia fachada del templo, sino que ésta se realizó por la decisión personal del propio restaurador. En efecto, la torre no se encontraba en la misma línea que la fachada, sino retranqueada respecto a ella, en el inicio de la actual Ronda de Julián Romero, allí donde, todavía, un enorme arco ojival en un testigo visual del propio arranque de la torre. Y ésta, al contrario de lo que se ha dicho, no cayó sobre la fachada, sino en el interior del templo, allí donde se encuentran la capilla de Santa Catalina y el Arco de Jamete, que da acceso al claustro catedralicio -precisamente, todo el tiempo que permaneció esta genial obra del renacimiento conquense a la in temperie, fue lo que provocó los abundantes problemas de humedad y salinidad que todavía amenazan a su conservación-.

En los años en los que se produjo la destrucción de la torre de las campanas de nuestra catedral, la restauración de los edificios históricos pasaba por el enfrentamiento entre dos escuelas, dos concepciones académicas, claramente contrapuestas: las tesis conservacionistas, que propugnaban por la conservación fidedigna del edificio en cuestión, tal y como ha llegado hasta el momento presente, y la tesis reconstituyente, que propugnaba la reconstrucción ideal del edificio, de acuerdo a unos ideales que, en muchas ocasiones, tenían más de subjetivos que de objetivos. Y en el caso de la catedral de Cuenca, tal y como vamos a ver a continuación, ganó esta última escuela. En efecto, su fachada, que en realidad,  no sufrió daños importantes, fue desmontada piedra a piedra, y construida de nuevo, siguiendo el criterio de su restaurador, Vicente Lampérez, en un estilo completamente nuevo, entre historicista y neogótico, que nada tenía que ver con la propia historia del edificio. Éste es, realmente, el motivo que provoca esa sensación actual de edificio inacabado, que se llevan los numerosos visitantes de nuestro principal monumento, tan extraño a esa fachada barroca, pero con múltiples elementos góticos todavía, que, al menos, había sido el resultado natural de la propia historia del edificio, tan similar a la de otras catedrales medievales, como la de Santiago de Compostela.

Para entender mejor este proceso hay que tener en  cuenta la personalidad del arquitecto que llevó a cabo las obras de restauración del edificio, el arquitecto madrileño Vicente Lampérez y Romea. Alumno del arquitecto francés Engène Viollet-le-Duc, autor del gran chapitel de madera de la catedral de Notre Dame de París, que todos vimos venirse abajo hace algunos años, a consecuencia del último incendio que sufrió la hermosa catedral parisina; o al menos seguidor de su escuela restauradora, realizó también otras restauraciones en diferentes templos góticos, como en las catedrales de León y de Burgos. En ésta última, por ejemplo, llevó a la práctica reconstruccióones todavía más extremas que en Cuenca, llegando incluso a ordenar en 1913 la destrucción de su palacio arzobispal, una de las obras maestras del renacimiento español, que se encontraba junto a su catedral, con el único fin de aislar el propio templo en una enorme plaza, ajena por completo al propio urbanismo medieval de la ciudad del Cid. Y también realizó otras reconstrucciones de este tipo, alejadas de la arquitectura original, como en la Casa del Cordón, también en Burgos, o en el madrileño castillo de Manzanares el Real.

En Cuenca, ya le hemos visto, no le dolieron prendas para ordenar el derrumbe, casi por completo, de toda la fachada catedralicia, proyectando una nueva fachada, flaqueada por dos grandes torres que en absoluto tenían nada que ver con el gótico original de nuestra catedral, que ni siquiera llegaron nunca a levantarse. Del genio creador, más que puramente restaurador, del arquitecto madrileño, queda una maqueta de escayola, que puede contemplarse en una de las dependencias de la propia catedral, junto a algunas de las esculturas de piedra procedentes de la propia fachada y del Arco de Jamete, necesitado también todavía de una restauración urgente, y algunos planos y fotografías, fácilmente accesibles a través de la red y en diversas publicaciones conquenses.

Y si esta especie de crimen perpetrado contra la fachada principal de nuestra catedral es todavía desconocida para una gran parte de los conquenses, lo es bastante más lo que este mismo arquitecto realizó contra su fachada lateral, la que se encuentra en la calle que comunica la Plaza Mayor con el propio palacio episcopal. Y es que, hasta hace muy poco tiempo, los conquenses teníamos la sensación de que nuestra catedral, históricamente, contaba sólo con las tres puertas de acceso de su fachada principal, y que fue precisamente el desmonte de esta fachada lo que obligó a abrir, con carácter temporal, una nueva puerta en esa fachada lateral, accesible mediante una escalera que sería desmontada una vez que ésta ya no fuera necesaria.

Sin embargo, las escasas fotografías conservadas de dicha escalera, muestran un acceso bastante sólido, que se contradice con una construcción de carácter temporal, destinado a pervivir sólo durante el tiempo que duraran las obras; en realidad, una doble escalera de piedra, con acceso tanto desde el lado de la Plaza Mayor como desde la portada del propio palacio episcopal. Y a las propias fotografías hay que añadir también la documentación que, procedente del Archivo Capitular, se ha publicado a principios del mes pasado en la página de Facebook de la propia Catedral de Cuenca. Esta documentación demuestra que esta escalera, y la propia fachada a la que la escalera daba acceso, se encontraba ya en plena catedral en pleno siglo XVIII, y que se correspondía con la llamada, en aquel tiempo, Puerta de los Andenes, o de las Rentas, así llamada porque era en este lugar en donde se subastaban, en dicho siglo, las propias rentas catedralicias. Dice lo siguiente el documento aludido:


            “A consecuencia del encargo que se me hizo por el señor don Juan Bautista Loperráez, canónigo de la Santa Iglesia Catedral de Cuenca, he formado varios diseños para el cerramiento del atrio, o antepórtico, de dicha Santa Iglesia, de los que ha sido elegido por los señores comisionados, el diseño  del número dos, que consiste en levantar sobre la última grada inferior un antemuro de cantería, de igual altura que el pavimento de la grada superior, adornado con varios fajas, y colocar sobre él una balaustrada de balaustres de piedra blanca, asegurada con varios pedestales coronados con unos jarrones por remates, dejando sólo dos entradas, la una en la calle de San Pedro y la otra frente a ella, en su correspondencia y simetría con su gradería que baje por cerca de la fuente, y en ambas entradas, verjas de hierro; cortar el paso que se llama de los andenes, desmontándolo hasta el pavimento de la calle, y reciñendo la frente de la sillería contra los cimientos de las capillas de aquel costado, volviéndose a colocar la fuente contra la fábrica, en la disposición que hoy está, como todo se demuestra en el diseño; en cuya disposición se proporciona un antepórtico muy capaz, y de mayor decencia en las subidas de la gradería. Y habiéndoseme encargado la tasación del coste que tendrá su operación, digo que, trabajándose con perfección, según arte, de manos y materiales, llega la tasación de dicho coste a treinta y cinco mil y novecientos reales de vellón, como por menor resulta del cálculo que acompaño. Cuenca y diciembre, 15, de 1783 años.”

El documento está firmado por el arquitecto iniestense Mateo López, el mismo que firmó el famoso plano de la ciudad, realizado por esas mismas fechas, y también una de las primeras historias de Cuenca, premiada en un concurso promovido por el obispo Antonio Palafox, y que no vería la luz hasta mediados del siglo pasado. Se trata de la autorización municipal, y de esta forma viene expresado en otro de los documentos que componen el expediente- de unas obras que el cabildo había solicitado realizar, para trasladar una fuente que se encontraba junto a estas escaleras, quizá la actualmente llamada Fuente de los Canónigos. Para entender mejor el significado de este documentos, recojo a continuación el comentario procedente de la propia página de Facebook, y que demuestra cuál fue la solución definitiva de la obra, que fue realizada tres años más tarde:

“En 1783 el cabildo encargó al arquitecto que se levantara un muro de cantería sobre la última de las gradas inferiores del templo y se dejaran dos entradas que debían cerrarse con verjas de hierro. Además, aprovechando esta nueva gradería, se acordó que debía cortarse el paso de los “andenes” que iban hasta la puerta de las rentas (antigua puerta en la que, desde antes del siglo XV, se subastaban las rentas del cabildo y por la que se accedía a la catedral desde la plaza del palacio episcopal). De esta manera, la nueva gradería quedaría sobre los cimientos de las capillas de María Magdalena (hoy perdida), del Pilar y de los Apóstoles. Os adjuntamos una imagen del dibujo en alzado y planta presentado al cabildo. Para acometer esta obra de los andenes se acordó que primero debía desmontarse el pavimentado de la calle que bajaba hasta el palacio episcopal y de la fuente pública que estaba bajo el andén. Una vez finalizada la gradería, debía acometerse nuevamente la pavimentación de la calle y la colocación de la fuente pública. Sin embargo, en octubre de 1784, el ayuntamiento convino con el cabildo que esta fuente debía mudarse y reubicarse en el rincón que hacen los arcos de las casas propias de la Santa Iglesia, introduciendo el desagüe subterráneo con el del Mesón de la Piedra. La obra de los andenes y de la bajada al palacio fue finiquitada en 1786 por el arquitecto Fernando López. Hoy en día, tras la edificación de la nueva portada de la catedral, no se conservan ni el atrio antiguo, ni la capilla de la Magdalena, ni las escaleras que subían a la puerta de las rentas desde el palacio episcopal.”



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